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CAPÍTULO 24.DISCREPANCIAS SOCIALISTAS SOBRE LA PARTICIPACIÓN EN EL GOBIERNO
El convencimiento de que la República estaba arraigada para
siempre en el seno del pueblo español había ganado a todos los republicanos. La
facilidad con que fue aplastada la intentona militar y el alborozo de Cataluña,
dispuesta, al parecer, una vez obtenido el Estatuto, a convivir cordialmente
con España, invitaba a abrir el pecho a la esperanza. consolidado el régimen y
alejados los peligros, se presentaba en toda su amplitud el problema de la
administración política de la República.
Todavía sin extinguir los rescoldos de los actos de
Barcelona, el jefe del Gobierno, atento a una invitación hecha por sus
correligionarios de Santander, se apresuraba a comunicarles, desde el teatro
Pereda (30 de septiembre) las excelencias de lo ocurrido en la ciudad condal,
con estas palabras: «Traigo la impresión corroborada en las regiones más
diversas de España de que el pueblo español está en pie y vibrando por la
República; que España arde en entusiasmo por su régimen republicano; que, lejos
de haberse apagado el fervor cívico que parecía declinar desde el 14 de abril
hasta la fecha, es hoy mucho más ardiente, más violento, más decidido...
Habiendo creído el pueblo español que su República ha estado a punto de
perecer, se ha puesto en pie como un solo hombre y está dispuesto a perecer en
la demanda antes que tolerar que nadie pueda poner sus manos sobre la
República.»
No era, en opinión de Azaña, sólo pasión popular por el
ideal republicano, sino también entusiasmo ante la obra realizada por la
audacia, la valentía, la rigidez y la serenidad con que la República, su
Gobierno y su Parlamento habían empezado a cumplir los compromisos contraídos
con el pueblo. Por primera vez en España —aseguraba el orador— la opinión
pública no se había sentido defraudada. «La República es el único instrumento
de ascensión que España tiene reservado.» Y si esta esperanza se quebrara, «el
pueblo español habría perdido para siempre todas sus probabilidades de
regeneración y caería en la abyección más vil». De ahí —decía— la inmensa
responsabilidad de los partidos políticos. No deberían defraudar las esperanzas
populares y estaban en la obligación de comportarse con gran austeridad en sus
costumbres, porque «el pueblo español perdona mucho más fácilmente a un asesino
que a un cohechador; el pueblo español se conduele mucho más fácilmente de un
criminal que vierta sangre que de un hombre que se aprovecha de su posición
política para mejorar su condición social».
Todo esto era para advertir que en mucho tiempo no podría
haber un Gobierno homogéneo o formado por republicanos, y, por lo tanto, se
imponían los de estructura parecida al que presidía; es decir, de coalición con
los socialistas, los cuales habían prestado con su presencia en el Gobierno
«uno de los servicios más importantes al régimen». La coalición debía
continuar. Sin embargo, Azaña proponía y recomendaba constituir dentro de las
Cortes un instrumento de gobierno, una federación de grupos de izquierda republicana
que estuviese presta a asumir el Gobierno «cuando el actual tenga que retirarse
por haber cumplido su programa y su misión». Esa posibilidad no se veía
próxima, a juzgar por el programa de trabajo que Azaña adjudicaba al Parlamento
antes de su disolución: ley orgánica del Tribunal de Garantías
Constitucionales; ley de Congregaciones religiosas, conforme a los principios
insertos en la Constitución; aprobación del presupuesto; implantación del
impuesto sobre la renta; organización sobre bases sólidas de la defensa
nacional...
Azaña proyectaba ante sus correligionarios un programa de
gobierno en el que no se adivinaba el fin. Cuando esta labor quedase cumplida,
la Federación de partidos de izquierdas republicanas sería un organismo
dispuesto a gobernar casi con carácter vitalicio. Azaña vivía su hora eufórica
y de mayor esperanza y alejaba momentáneamente de su ánimo las depresiones y
los escepticismos en él, no sólo frecuentes, sino también genuinos. Las
palabras traslucían sus vehemencias y sus optimismos, y sus arranques de aquella
hora, que le hacían olvidar muchas efemérides de su pasado: «Para mí,
revolucionario y todo, yo no he renegado de una sola cosa noble de mi país, y
todos los valores espirituales españoles que yo he aprendido a encontrar, a
venerar y a amar están prendidos en mí como pueden estarlo en el más
tradicionalista español... Sobre la roca viva española; sobre esos manantiales
españoles, es donde nosotros tenemos que edificar y donde nosotros queremos
beber, y el que no sepa edificar allí o no sepa gustar el sabor de las fuentes
españolas, que se dedique a otra cosa, no a la política, porque de política no
entiende nada.»
Prueba de la gran confianza de Azaña en la fortaleza del
régimen era que se había atrevido a plantear una cuestión hasta entonces
prohibitiva para los republicanos: el gobierno homogéneo, sin alianza ni
auxilio de los socialistas. Y plantearla equivalía a reconocer la existencia de
una mayoría de republicanos, premisa hasta entonces jamás admitida por él ni
por los invitados a constituir la Federación parlamentaria de izquierdas.
Martínez Barrio y Alba calificaron la idea de acertada. Prieto elogió los planes:
la Federación de fuerzas izquierdistas —dijo— no debía ser únicamente
parlamentaria, sino de los partidos políticos, cuya disgregación carecía de
sentido; al frente de ese bloque de fuerzas debiera figurar Azaña, «gran
revelación de la República y estadista moderno». Lerroux, que estaba en el
secreto de que tal aglomeración se preparaba para dejarle en el ostracismo e
impedir su ascenso al Poder, afirmó en Barcelona (4 de octubre) que él también
se sentía convocado, «porque a su izquierda no había nadie». El partido
radical-socialista, por declaración del ministro de Justicia en Talavera (10 de
octubre), se sumaba a la iniciativa de la Federación, si bien recababa la
vanguardia en radicalismo. El único que parecía discrepar era Casares Quiroga,
como presidente del partido republicano gallego autónomo, por considerar la
Federación innecesaria, pues de hecho existía en el Parlamento un bloque de
diputados izquierdistas.
Persuadido de que se maquinaba la Federación para cerrarle
el paso, Lerroux aprovechó la celebración de la Asamblea de su partido en
Madrid (16 de octubre) para definirse una vez más y concretar los objetivos. Su
lugarteniente Martínez Barrio defendió una ponencia en el siguiente sentido:
«El Poder moderador, cumpliendo con fidelidad y lealtad los preceptos de la
Constitución, no puede entregar el Poder más que a una conjunción de partidos
que responda a un predicado común para la realización de un programa mínimo,
desde el instante en que asuma la dirección del Poder hasta aquel en que,
celebradas las elecciones, se haya acusado en las urnas electorales la voluntad
del país.» Aprobó la Asamblea la ponencia; proclamó que el partido radical era
«izquierda republicana, sin extremismos», y se esbozó un programa de gobierno
que comprendía: autonomía municipal, medidas estatales contra el paro,
política pedagógica, federación económica y aduanera con los estados europeos,
compromiso de no usar leyes excepcionales, fomento de los Sindicatos y
cooperativas, y otros puntos enunciados muy a la ligera.
Una vez más, Lerroux quiso dar a sus huestes seguridad de
que estaba próximo el día en que gobernaría «con templanza», lo cual no
significaría renuncia a ninguno de los postulados de su programa político, el
mismo expuesto hacía veintisiete años, «cuando desplegamos una bandera con
soluciones para todos los problemas», y al llegar la República «no tuvimos que
rectificar nada». Por eso, lo que más le ofendía y apenaba verse clasificado
como hombre de derecha «por quienes vimos hace años muy a nuestra derecha y hoy
se sientan en curva parabólica más a la izquierda».
Los radicales-socialistas acordaron (25 de octubre)
«reiterar el deseo de que persista la colaboración del partido socialista con
las izquierdas republicanas y acentuar su solidaridad con los partidos
republicanos de izquierda que constituyen el Gobierno actual».
Azaña, en un acto organizado por Acción Republicana de
Valladolid (13 de noviembre), dijo que la Federación de izquierdas trataría de
evitar que la duración de las Cortes estuviese ligada a la vida de un Gobierno.
Quiso ser dicho acto un desagravio de Azaña a Castilla, reciente la concesión
del Estatuto y las exaltaciones catalanistas del jefe del Gobierno durante su
visita a Barcelona. Azaña se esmeró en recitar párrafos de alabanza para la
grandeza histórica de Castilla, «tierra eterna, con su raza perdurable que
clama por la resurrección de España, que no podrá hacerse sin los castellanos,
porque entonces lo que resucitaría no sería nuestra España». «Yo soy
castellano, pero soy español, o, si me lo permitís, no soy más que español, y
vosotros estáis obligados a no ser más que españoles, y si no lo entendéis así,
hacéis dimisión de vuestro papel en la península.»
Representantes de los partidos radical-socialista, Acción
Republicana, Orga y Esquerra menudearon las entrevistas y su resultado fue el
nombramiento de una ponencia para preparar una declaración política al país y
el oportuno programa parlamentario. El 23 de diciembre se dio por constituida
la Federación de Izquierda Republicana Parlamentaria (F. I. R. P. E.). Azaña,
que en su íntimo no creía en la vitalidad de este organismo, fue el que le sacó
de pila y, como presidente de la reunión celebrada en una sala del Congreso, el
definidor y panegirista de la Federación, que nacía con la misión «el día para
el que nosotros no hemos puesto fecha, en que sea necesario hacer en España una
política exclusivamente republicana, en que nuestros compañeros los socialistas
salgan del Gobierno». «Esta fuerza hemos de aplicarla para acentuar el sentido
izquierdista de la revolución.» A continuación, los reunidos nombraron un
Comité directivo de la Federación y eligieron presidente al diputado radical
socialista Ángel Galarza Gago.
¿Qué pensaban los socialistas de su permanencia en el
Gobierno como aliados de los republicanos? ¿Estaban o no dispuestos a prolongar
la coalición? ¿Debían limitarse a compartir el Poder y a no ser nunca los
gobernantes que desarrollasen en su integridad el programa marxista? A estas y
otras preguntas iba a dar respuesta el XIII Congreso del partido socialista
español, reunido el 6 de octubre en el teatro Metropolitano. Lo primordial fue
enjuiciar la gestión de la Comisión ejecutiva del Comité nacional en el
transcurso de los últimos años, con antigüedad que Julián Besteiro remontó
hasta 1928; es decir, dos años antes de que cayese la Dictadura. Pronto se
manifestaron las hondas divergencias latentes en el seno del partido. Se
enzarzaron en encrespada polémica Besteiro y Largo Caballero. El primero
recordaba su viejo criterio contrario a la participación de los socialistas en
el Poder. Entendía Largo Caballero que cuando se intervenía en un movimiento
revolucionario debía ser con todas sus consecuencias. Ésta fue la opinión
predominante entre los confabulados socialistas en la conspiración de 1930.
Desde entonces — según Besteiro— había quedado hipotecada la autonomía y la
independencia del partido socialista. Por eso, al producirse los sucesos de
Jaca y comprobar que las órdenes y consignas las daban elementos ajenos al
partido, Besteiro dimitió la presidencia del Comité nacional. Y algo más. Su
contradictor le acusó de haberse negado, pese a lo convenido, a dar las órdenes
de huelga general para secundar a la sublevación militar. Rechazó Besteiro «la
calumniosa especie» e insistió en que el partido, mal dirigido, se había
desorbitado, dando un salto en las tinieblas. «En la última Cámara monárquica
el partido socialista tenía un gran prestigio y contaba sólo con seis
diputados. Después de siete años de Dictadura aparece el partido con tres
ministros y 117 diputados. ¿No parece un salto demasiado grande? Pues un salto
mortal en las tinieblas puede acabar con el que salta.» «Nunca participé en un
Congreso socialista —decía De los Ríos— con tan amargo sabor de boca. La
discusión planteada es motivada por resentimientos personales.» Los gerentes
del marxismo no se entendían. Y, sin embargo, era necesario que se unieran,
«porque dentro de poco — pronosticaba Prieto— es posible que tengamos que ser
los árbitros de España».
El problema de la colaboración socialista quedaba en pie, y
fue examinado en otra sesión (11 de octubre), previa la aprobación por 26.048
votos representados, contra 2.227, de una ponencia pidiendo la disolución de la
Guardia Civil. Votó a favor incluso el propio Besteiro, como delegado de la
Agrupación Socialista Madrileña, y para explicar su decisión, dijo: «La
disolución ha sido y sigue siendo una aspiración tradicional del partido.»
«Pedir en las presentes circunstancias —escribía Ahora — la disolución de
la Guardia Civil es pura demagogia y revela en los socialistas la carencia de
todo espíritu gubernamental.» El Congreso se pronunció también, por 121 votos
contra 48, como contrario a la concesión de créditos para atenciones de
carácter militar.
El dictamen de la ponencia era adverso a la continuación de
los socialistas en el Gobierno. Prieto, con otros firmantes, presentó una
enmienda en el sentido de que el Congreso declarase «concluida la colaboración
tan pronto como las circunstancias lo permitieran sin daño para la
consolidación y fortalecimiento de la República ni riesgo para la tendencia
izquierdista señalada por el régimen en la ley fundamental del Estado y en
aquellas otras de carácter complementario ya aprobadas». La Comisión ejecutiva
del partido y el grupo parlamentario determinarían el momento para el cese de
la colaboración. Prieto encarecía la conveniencia de continuar en el Poder; lo
contrario demostraría una incapacidad política del socialismo y sería el
suicidio del partido. Negaba el ministro que el colaboracionismo hubiese
quebrantado el espíritu revolucionario del socialismo ni que éste hubiese
sufrido merma. No coincidían con este modo de pensar algunos delegados, entre
ellos Jiménez Asúa, para quien la colaboración «desvirtuaba al partido». «Los
socialistas, con la colaboración, lo único que aprenden es a gobernar en
burgués.» La polémica demostró que la coalición republicano-socialista se había
debilitado. Prevaleció, al fin, la tesis colaboracionista por 23.718 votos
contra 6.536. Y como rúbrica a esta votación, fue elegido presidente de la
Comisión ejecutiva del partido socialista Francisco Largo Caballero, en contra
de Besteiro, que encabezaba la otra candidatura.
Pocos días después (14 de octubre) abría sus sesiones el
XVII Congreso de la Unión General de Trabajadores, bajo la presidencia de
Manuel Cordero. Una larga sesión se consumió íntegra en discutir el proceder de
la Comisión ejecutiva de la U. G. T. en el movimiento revolucionario de octubre
de 1930, reproduciéndose todos los argumentos ya expuestos en el Congreso del
partido socialista, si bien la ausencia de Largo Caballero debilitó mucho la
enemiga contra Besteiro. Por gran mayoría de votos, 422 contra 44, los
delegados aprobaron la gestión de la Ejecutiva. El predicamento de Besteiro en
la U. G. T. era notorio. La ponencia correspondiente a Ejército dictaminó que
no se podía suprimir el presupuesto de Guerra, y tocante a los armamentos,
había que atenerse siempre a las realidades. Se trataba de dar a los acuerdos
un tono moderado, en contraste con las resoluciones radicales del partido
socialista. Esto no suponía traición al pacifismo de la U. G. T., que
ratificaba una vez más su identificación con las Internacionales socialista y
sindical. La elección de cargos para la Comisión ejecutiva ahondó las
diferencias entre la U. G. T. y el partido socialista. El triunfo de Besteiro,
por 291.601 votos, y de sus compañeros que actuaban en la misma línea política
—Andrés Saborit para vicepresidente y Trifón Gómez como secretario adjunto—,
equivalía a derrocar la hegemonía de Largo Caballero, no obstante la elección
de éste para la Secretaría general de la U. G. T., a cuyo cargo renunció por
carta tan pronto como supo lo ocurrido. «En cierto modo —decía—, el Congreso no
aprueba mi gestión anterior, y me resultaría difícil colaborar dentro de una
misma Ejecutiva con elementos de criterios tan dispares.» No le fue admitida la
dimisión; pero Largo Caballero se negó a toda avenencia.
Las divergencias entre los dirigentes socialistas y entre el
partido y la U. G. T. no eran por motivos doctrinales, ni por cuestión de
principios, sino disputas por el mando y la influencia: riña de caciques por
los cargos. No había moderados ni violentos; y a la hora de vaticinar sobre el
futuro, coincidían en reclamar todo el Poder para el socialismo. «Lo marxista
en España —escribía uno de los doctrinarios del partido — no es propugnar a
tontas y a locas una dictadura socialista, para lo cual no reúne actualmente
condiciones la nación, sino apoyar a la República y controlarla, con el fin de
que la clase trabajadora funde fortalezas de la democracia proletaria... La
actitud del socialismo español con respecto al régimen republicano es
perfectamente marxista. De ahí que me haga mucha gracia escuchar de labios de
mis compañeros ministros, diputados y miembros menos destacados del partido
socialista, casi a diario, el tópico de nuestro sacrificio por la República. No
hay tal sacrificio. Defendemos lo nuestro. Nada más que lo nuestro. Porque sin
República no hay nación, ni socialismo, ni posibilidad de revolución
socialista.»
* * *
La Agrupación al Servicio de la República consideró llegado
el momento de meditar sobre cuál debía ser su papel ante la realidad política.
Optó por disolverse. En un escrito firmado por los promotores de la Agrupación:
José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, se hacía pública
la decisión, adoptada por el grupo parlamentario, reunido el 13 de octubre. Los
iniciadores de la Agrupación se afirmaban su convencimiento de que «habiéndose
logrado tiempo hace las finalidades que en llamamiento hecho en enero de 1931
anunciaba, era obligatorio dar por terminada la actuación conjunta». Todos
estaban conformes en la disolución, «que dimanaba del acuerdo mismo que tuvo
nuestro empeño, cumplido el cual, por fortuna, hace tiempo, no se advierte razón
firme que recomiende la perduración de nuestra campaña». «La Agrupación —
decían los autores del escrito— nació con dos propósitos exclusivos: combatir
el régimen monárquico y procurar el advenimiento de la República en unas Cortes
Constituyentes. La índole de ambos propósitos eliminaba todo intento de dar a
la Agrupación el carácter estricto de partido.» Al terminar la discusión
constitucional, Ortega y Gasset creyó llegada la hora de no mantener juntos a
los que habían ido unidos para una tarea ya lograda; pero casi todos los demás
diputados de la minoría parlamentaria opinaron que debía ésta proseguir su
labor, teniendo en cuenta que se avecinaba tarea legislativa tan importante
como el Estatuto catalán y la Reforma Agraria. «Una vez promulgadas estas dos
grandes leyes, no parece que debe darse demora a la disolución de nuestra
colectividad.» Entendían los firmantes «que la República estaba suficientemente
consolidada para que deba comenzar en ella el enfronte de las opiniones», y los
afiliados quedaban en libertad «para retirarse de la lucha política o para
reagruparse bajo nuevas banderas y hacia nuevos horizontes». A este respecto no
se decía nada del proyecto del gran partido nacional esbozado por Ortega y
Gasset en su conferencia en el Cine de la Ópera: el silencio equivalía a dar
por naufragada la iniciativa. En realidad, los fundadores de la Agrupación
estaban apartados de toda vida política activa. Pérez de Ayala era embajador en
Londres. Ortega y Gasset de tarde en tarde se asomaba a alguna tribuna o
periódico, y no precisamente para decir su alborozo por el rumbo que llevaba el
régimen. Únicamente el doctor Marañón mantenía intacta y encendida su ilusión
republicana, en declaraciones o artículos. «¿Piensa usted seguir en la política
activa?», le preguntó un periodista. El doctor contestó negativamente; pero
manifestó que «sus simpatías estaban con Azaña y Acción Republicana».
Divulgada la disolución del grupo político, Ortega y Gasset,
en una conferencia pronunciada en la Universidad de Granada, dijo a modo de
introito: «Voy a expresaros mis preocupaciones más enérgicas en el momento
presente. Tras dos años de exorbitancia política, retorno plenamente a la
conciencia intelectual... Me encuentro entre universitarios; es decir, a gusto,
con la seguridad de poder hablar con concisión y con precisión y tal vez
dejando ver las diferencias fundamentales entre éste y otros ambientes.»
Soslayó el tema político. «Sin embargo —comunicaba el corresponsal de El Sol (9
de octubre) —, pudimos recoger una conversación que ha sostenido en el salón
rectoral. El señor Ortega y Gasset decía: «La República utiliza ideas viejas
mandadas retirar en todas las naciones. Es lamentable que la República, que ha
podido aprovechar el movimiento de su instauración maravillosa para realizar
una gran obra nueva, haya utilizado tan sólo programas y postulados del siglo
XIX, sin crear una ideología y una filosofía político-social nuevas.»
* * *
Tan infructuoso como el esfuerzo de la Agrupación al
Servicio de la República por formar el gran partido nacional, resultaba el de
Miguel Maura y el de Ossorio y Gallardo por incorporar las derechas a la
República, supuesto que a Acción Popular, siempre sospechosa, no se le daba el
refrendo republicano. Insistía el jefe del partido conservador en llamar a los
moderados, a fin de atraerlos a su lado. Repitió en Murcia (11 de octubre)
sobre la necesidad de formar el gran partido de derechas, que un día sería
llamado a gobernar. Y en Palencia (22 de octubre) invitó, sin rebozo, a los
monárquicos a que se prestasen a servir con lealtad a la República «por el
cauce del partido conservador». «Advierto —dijo— a todos los que actuaron en la
Monarquía, que si hacen una previa declaración de colaborar con la República,
yo les abriré los brazos.» Pero ni aun con ese premio aceptaban la invitación.
El diario Ahora daba resonancia a tales apelaciones: «Con su actitud, las
derechas —escribía— sólo han logrado hasta ahora acentuar el izquierdismo del
régimen y justificar las medidas más extremas. Es urgente que se incorporen al
régimen.» Ossorio y Gallardo, por su parte, añadía: «Mucho más padecieron los
católicos franceses al implantarse la tercera República... Aquí nadie es
perseguido por sus ideas católicas. El nuncio no se ha incomunicado con la
República... Abramos alegremente las fuentes de la esperanza; fiemos en la
fuerza de la realidad y procuremos la paz. Buen programa para los católicos
sería ayudar lealmente, en bien de España, a esta República laica y derrochar
las fuerzas en catolizar a la sociedad. Porque no es en la Gaceta, sino en las
almas, donde importa que prenda el Evangelio».
* * *
Acción Popular iba a poner de manifiesto en su primera
Asamblea, convocada en Madrid el 22 de octubre, la importancia de su
organización. El Debate, impulsor denodado de este partido, le prestaba su
poderoso apoyo. El día anterior al de la asamblea decía de Acción Popular que
en su corta vida «atraía sobre sí la atención política del país», y ante su
«crecimiento desmesurado», entendía conveniente que debía centrar sus afanes
«en una obra de consolidación programática y de táctica». Y, sobre todo, «debía
determinar su posición política, pues los sucesos de agosto habían creado una
situación equívoca y era necesario afrontarla». Definía el diario a Acción
Popular como la organización de aquellas gentes «que, dejando a un lado la
cuestión de forma de gobierno, se agrupan y movilizan para la defensa dentro de
cauces legales, del sentido cristiano de la vida en la familia, en el trabajo,
en la propiedad, en las instituciones todas». Como premisas obligadas «que los
afiliados no antepongan lo que les divide a aquello otro que les une: que no se
sirvan, dentro ni fuera del partido, de medios ilegales o violentos en la
defensa de sus postulados», pues «acaso no se halla tan lejano como algunos
creyeren el día en que las derechas se vean llamadas a las tareas de Gobierno,
si no precisamente desde el Consejo de ministros, sí en las corporaciones
municipales y provinciales».
Más de 500 delegados, que representaban a 619.000 afiliados,
asistieron a la asamblea, y 112 delegadas de las agrupaciones femeninas. Se
constituyeron tres secciones: una, política, bajo la presidencia del
catedrático de la Universidad de Santiago, Carlos Ruiz del Castillo; otra, de
propaganda, presidida por José María Valiente, y una tercera, de organización,
bajo la dirección de Luis Lucia y Lucia, jefe de la Derecha Regional
valenciana. En las discusiones intervinieron significados monárquicos, como Sáinz
Rodríguez, Tornos Laffite, Pabón, Fernández Ladreda y Martín Álvarez. La
Asamblea acordó dirigir un saludo a don Antonio Goicoechea, que sufría cárcel
en Gijón a consecuencia de proceso instruido por un juez de dicha ciudad por
injurias al régimen vertidas en un mitin.
Como consecuencia de esta Asamblea nació la idea de
constituir la Asociación Femenina y la Juventud de Acción Popular, ambas con
autonomía.
Las enseñanzas de la Asamblea las dedujo el jefe del
partido, Gil Robles, en el discurso pronunciado en la sesión de clausura (24 de
octubre). «Acción Popular —dijo— ha reafirmado sus ideales: acatamiento al
Poder constituido, pues la organización no es un escudo de la legalidad detrás
de la cual pueden esbozarse actitudes violentas.» Lo único que puede contener
el avance de la revolución «es un frente de derechas que afirme sus posiciones
dentro de la legalidad: de no hacerlo así, la política española se desplazará
cada día más hacia la izquierda.» Se declaraba partidario de una política
obrerista y aseguraba que cuando las derechas llegasen al Poder «tendrían como
misión en el orden social consolidar los avances sociales justos». «Es una
vergüenza para nosotros —afirmó— que una gran parte de la legislación social
actual, exigida por principios de equidad, no la implantásemos nosotros antes
que los enemigos nos la impusieran por la fuerza.»
La Asamblea le produjo a El Debate (día 25) «excelente
impresión de robustez y fuerza, de unión íntima en los principios
fundamentales, y si es cierto que entre los unidos hay algunas discrepancias
accesorias, éstas precisamente contribuyen a un mayor afianzamiento de la
unión». A la identificación de principios se unía la de procedimientos de
lucha. «Se reafirma la norma de actuar dentro de la legalidad y al margen de
toda violencia, claramente y sin equívocos.» Acción Popular y sus organizadores
afines «son ya una fuerza electoral enorme, que habrá de crear una robusta
minoría parlamentaria».
* * *
Como el partido comunista español no prosperaba, Moscú creyó
llegada la hora de imponer una rectificación de táctica y depurar a los
dirigentes con arreglo a los métodos soviéticos. El partido estaba regido por
un Secretariado compuesto por José Bullejos, figura principal; Manuel Adame,
con el título de secretario agrario; Antonio Mitje, secretario sindical, y
Casanellas, uno de los asesinos de don Eduardo Dato. Menos influyentes, pero
con altos cargos en la organización, actuaban Etelvino Vega, Gabriel León
Trilla, Manuel Hurtado, Manuel Roldan y José Díaz. Divididos en dos grupos,
encabezado uno por Bullejos, con Adame y Vega, y el otro por Mitje con Hurtado,
se disputaban la dirección del partido, o mejor la representación de Moscú en
España. La oportunidad para dirimir el pleito ante la Komintern la proporcionó
el XII pleno del Comité ejecutivo de la Internacional Comunista, celebrado en
Moscú en agosto de 1932. Mitje y Hurtado se trasladaron a la capital rusa en
calidad de delegados del comunismo español, y ante el Comité ejecutivo
propusieron se examinaran los métodos «caciquiles y de grupo» que utilizaban
sus rivales. La Internacional Comunista acordó separar de todos los cargos del
partido a Bullejos, Adame y Vega y fijó la siguiente norma: «El partido
comunista de España debe orientarse hacia la dictadura del proletariado y los
campesinos bajo la forma de Soviets, creando puntos de apoyo de la organización
del movimiento de las masas trabajadoras en forma de Comités de fábrica, de
parados, de campesinos, de soldados, elegidos por la base, y terminar con el
aislamiento sectario y las costumbres anarquistas de trabajo.»
Bullejos y sus otros compañeros trataron de reorganizar el
partido fuera de la disciplina soviética; pero no obtuvieron éxito, y el
Secretariado condenó «la actitud fraccional del grupo», haciéndole responsable,
«a causa de su política sectaria, de la falta en España del verdadero partido
bolchevique de masas».
El Comité ejecutivo reclamó la presencia en Moscú de los
heréticos, Bullejos, Adame y Vega, y una vez en la capital, en unión de los
delegados «de base», Manuel Mateo, Antonio Barbado y Vicente Olmos, elevados a
la categoría de depositarios de la «verdad soviética», y con asistencia de
delegados de los partidos comunistas de otros países, se planteó, bajo la
presidencia de Manuilsky, supremo jefe de la Internacional Comunista, el caso
de España. Manuilsky manifestó que el balance del comunismo español era desconsolador
y lo resumió así: «Luchas económicas: no hemos participado. Movimiento agrario:
se ha desarrollado fuera de nosotros. Consejos de los Soviets: no se han
creado. Consejos de fábrica: sólo se han creado en Sevilla, pero sin
generalizarse. Reorganización del partido: no se ha hecho. El obstáculo
principal para la bolchevización del partido —decía Manuilsky— sois vosotros,
los que representáis aún ese espíritu viejo. Teméis a las fuerzas nuevas.
Habéis venido de la vieja anarquía a la revolución como un pequeño grupo, pero
no veis que las masas obreras afluyen hacia vosotros.»
En consecuencia, el Comité ejecutivo de la Internacional
Comunista hizo suya un acta de acusación del Buró político de Madrid contra
Bullejos, Adame, Vega y Trilla, y se mostró conforme con la expulsión de los
acusados de dicho Buró y del Comité central. En cuanto a su permanencia en el
partido dependía «del abandono total e incondicional que hicieran de sus viejas
posiciones antileninistas y de sus viejos métodos sectarios». Los expulsados
quisieron regresar inmediatamente a España; pero la Komintern, temerosa de que
fomentaran la disidencia, los retuvo en Rusia hasta enero de 1933, en que
después de muchos ruegos y gestiones consiguieron regresar, con los gastos del
viaje por su cuenta.
Inmediatamente, por mandato de la Internacional, el partido
emprendió una campaña pública de difamación contra los componentes del grupo
disidente. A los militantes más calificados que se habían significado como
amigos de aquéllos se les obligó a hacer pública retractación de sus errores
por medio de «confesiones espontáneas». Uno de los arrepentidos, llamado Miguel
Caballero, decía en su carta cosas peregrinas de este tenor: «Declaro que mi
posición fue de hostilidad y resistencia a la Internacional; que sólo examinaba
y exponía las cosas desde un punto de vista derrotista. Declaro que esa
política es la responsable de que individuos como yo, francamente
revolucionarios de base, nos hayamos creado una mentalidad de cacique arrivista
contrarrevolucionario.» En reparación a sus errores, el autor de la carta se
«ofrecía» a trabajar por la revolución en el único sitio donde esto es posible:
en el seno del partido comunista y dentro de la línea política de la
Internacional.
El diario comunista Mundo Obrero, suspendido por
orden del Gobierno desde enero de 1932, reanudó su publicación en noviembre del
mismo año. De su dirección se encargó Vicente Uribe, que sustituía a Bullejos.
La Internacional Comunista ayudó al periódico con 80.000 pesetas, que sumadas a
50.000 más recaudadas en España se emplearon en adquirir una vieja rotativa
desahuciada por El Socialista y algunos materiales de imprenta. De Moscú
llegó un agente ruso para organizar la Liga Atea, cuyo trabajo se encomendó a
José Lafuente y José Tebar. La Internacional abrió para esta propaganda una
cuenta de 25.000 pesetas. Empezó la campaña con unos pasquines que
representaban un convento en llamas y con la publicación de una revista mensual
titulada Sin Dios.
«Con el propósito de obtener una influencia mayor en la
región catalana, que desde la constitución del Bloque Obrero y Campesino estaba
absolutamente desligada del comunismo oficial, la delegación de la
Internacional planteó la necesidad de organizar en aquella región el partido en
forma autónoma. El Buró político acordó la creación del Partit Comunista de
Catalunya, con un representante en el Buró Nacional del partido. A su vez, éste
tendría un representante en aquél. El naciente partido editaría un periódico
titulado Catalunya Roja, escrito en catalán. Dirigía la nueva organización
Ramón Casanellas».
* * *
Reanudaron su labor las Cortes el 1.° de octubre, y en la
sesión del día 4 se aprobó la ley de Incompatibilidades, en virtud de la cual
se prohibía a los diputados el desempeño de cualquier otra función retribuida
en la Administración del Estado. Los ministros y subsecretarios no podrían
ejercer cargo con escalafones del Estado. Se prohibía asimismo al Presidente
de la República y al ministro de Justicia el ejercicio de la profesión de
abogados hasta dos años después de su cese. El número de diputados incursos en
la ley ascendía a 219; 36 eran concejales y diputados provinciales; cuatro,
embajadores; 15, directores generales; 69, catedráticos, y 29, con sinecuras en
la región autónoma. La simultaneidad de cargos continuó y no se supo de nadie
que renunciara a nada a tenor de lo prohibido por la mencionada ley.
Se aprobó (5 de octubre) el dictamen sobre el proyecto de
ley con normas para la elección de presidente del Tribunal Supremo y luego se
puso a discusión el relativo a cesación y sustitución de los concejales
nombrados por el artículo 29 de la ley electoral en las elecciones de abril de
1931. Todavía sobrevivían algunos millares, pese a las purgas a que sometieron
Maura y Casares Quiroga a los Ayuntamientos. Tras de muy prolija discusión, que
consumió cuatro sesiones, Azaña arbitró (14 de octubre) una fórmula: los
concejales serían sustituidos por Comisiones Gestoras, en las que estarían
representados los obreros y las asociaciones patronales. Propuesta aprobada por
145 votos contra 29.
* * *
En la sesión del 14 de octubre el ministro de Hacienda leyó
a la Cámara el proyecto de ley creando el impuesto sobre la renta. Se
recordaban en el preámbulo otros proyectos que no tuvieron efectividad y se
reconocía la falta del correspondiente órgano administrativo para percibir la
contribución que únicamente afectaba a las personas naturales. La novedad del
proyecto era que la renta imponible se basaba en los signos externos,
denunciadores del gasto del contribuyente. El capítulo I del título I (del sujeto,
de la base y del tipo de gravamen) trataba de la obligación personal y real de
contribuir. El capítulo II se refería a la determinación de la renta imponible
y se concretaban los ingresos incluidos en el concepto de renta imponible y se
señalaba la escala que regiría para la aplicación del impuesto. El enunciado
del título II era el siguiente: «Del nacimiento de la obligación de contribuir,
de la declaración y de la administración de la contribución general sobre la
renta.» Se conceptuaban como signos externos de riqueza los siguientes:
alquiler o valor en renta de la habitación y, en general, cualesquiera otros
lugares de esparcimiento o recreo, exceptuados los locales destinados a
industria, comercio o profesión; automóviles, coches, embarcaciones o caballerías
de lujo; número de servidores, incluidos los instructores-maestros que
habitasen con el contribuyente.
Toda persona comprendida en las obligaciones de la ley o, en
su defecto, su representante legal o apoderado, vería obligada a presentar
declaración firmada de todos los elementos constitutivos de la renta, según lo
preceptuado. Se autorizaba a los contribuyentes para reclamar contra la cuota
fijada por la Administración cuando aquélla no correspondiera exactamente a la
base declarada. El título III especificaba las infracciones por defraudación de
la contribución general sobre la renta y las penalidades con que serían
sancionadas.
El ministro de Hacienda dio lectura en la misma sesión de
los presupuestos del Estado. Los gastos para el próximo ejercicio se cifraban
en 4.711.169.395 pesetas, con un aumento de 170 millones sobre el año 1932. Se
acrecentaba la dotación de los servicios en 309 millones, que se habían
incluido en el presupuesto en vigor, para satisfacer obligaciones de organismos
autónomos y con 10 millones obtenidos por disminución de los gastos de
Marruecos. El presupuesto de Obras Públicas se aumentaba en unos 200 millones;
el de Instrucción Pública, en 40 millones; el de Agricultura, en 50, anualidad
fijada para la aplicación de la ley agraria; el de Guerra, en 22 millones, y el
de Marina, en 18 millones, en su mayor parte para barcos de guerra. En el de
Hacienda se incluía la anualidad acordada por las Cortes al Ayuntamiento de
Madrid en concepto de subvención por capitalidad, que ascendía a ocho millones
de pesetas.
El presupuesto se iniciaba con un déficit de 570 millones;
déficit que ponía a los gobernantes en flagrante contradicción con las promesas
hechas en sus propagandas. El ministro de Hacienda (18 de octubre), explicó
que los presupuestos se habían planeado «en uno de los momentos de crisis
económica más grave por los que ha atravesado el mundo». Explicación siempre a
mano de los hacendistas. Con eso y la inevitable alusión a los gastos sin tasa
de la Dictadura, salió del paso el ministro, en cuyo discurso se deslizaron
algunas verdades sorprendentes: «Este año —dijo— la recaudación por impuestos
ha sido superior a todas las registradas hasta ahora; de lo cual se deduce
claramente que la economía española es una de las economías del mundo que están
mejor.» A juicio de Carner, la implantación del impuesto sobre la renta «era la
cosa más trascendental que había hecho la República, impuesto existente en
todos los países civilizados y en apariencia tímido y aburguesado; pero hay que
tener en cuenta las enormes dificultades que tiene su implantación, y de haber
ido más lejos, hubiese fracasado.» El proyecto no tuvo contradictores en la
Prensa y los economistas reconocían que el ministro al fijar las escalas de
tributación había procedido con un prudente criterio.
* * *
También el 14 de octubre el ministro de Justicia leía a las
Cortes el proyecto de ley sobre Asociaciones y Congregaciones religiosas. El
principio de separación de Iglesia y Estado —decía en el preámbulo—, elevado ya
a postulado de política práctica y convertido en derecho vigente en la mayoría
de los pueblos civilizados, se impone como el único régimen posible en una
República democrática que ha proclamado en la ley fundamental los principios de
libertad de conciencia y de cultos, el laicismo del Estado y la reivindicación
de competencias y jurisdicciones entregadas antes a una legislación de tipo
confesional.
Por el título I, el Estado garantiza libertad de conciencia
y de cultos; declara no tener religión oficial y autoriza el ejercicio libre
del culto dentro de los templos. El título II delimita los derechos y
obligaciones jurídicas de las confesiones religiosas, reservándose el Estado el
derecho de no reconocer en su función a los ministros, administradores y
titulares de cargos y funciones eclesiásticas, que deberían ser españoles.
Prohibía que tanto el Estado como las provincias o municipios favoreciesen o auxiliasen
económicamente a las iglesias, asociaciones e instituciones religiosas.
El título III se refería al régimen de bienes de las
confesiones religiosas. Se declaran como pertenecientes a la propiedad pública
nacional los templos de toda clase y sus edificios anexos, los palacios
episcopales y casas rectorales, con sus huertas, seminarios, monasterios y
demás edificaciones destinadas al servicio del culto católico y de sus
ministros. La misma condición tendrían los muebles, ornamentos, imágenes,
cuadros, vasos, joyas, telas y demás objetos instalados en aquellos edificios y
en los destinados al culto, que quedaban bajo la salvaguardia del Estado. A la
Iglesia se la autoriza a emplearlos para el fin a que estuviesen adscritos.
Mediante ley, el Estado podía disponer de aquellos bienes para otro fin que el
señalado. La misma ley podría determinar en cada caso si procedía la
sustitución de la cosa por otra equivalente o compensar de algún modo la
utilización de aquélla.
Se declaran inalienables los bienes que constituyen el
Tesoro artístico nacional, destinados o no al culto público. Los bienes que la
Iglesia católica adquiera y los de las demás confesiones religiosas tendrán el
carácter de propiedad privada. Se reconocía a la Iglesia, a sus instituciones y
entidades, la facultad de adquirir y poseer bienes inmuebles de toda clase. En
cuanto a los inmuebles y derechos reales sólo podían adquirirlos y conservarlos
en la cuantía necesaria para el servicio religioso. Si hubiera exceso, serían
enajenados, invirtiéndose su producto en títulos de la Deuda. De la misma
manera deberían ser enajenados los bienes muebles que fueran origen de interés,
renta o participación en beneficios. El Estado podía, mediante ley, limitar la
adquisición de cualquier clase de bienes a las confesiones religiosas.
El título IV decía: «Las Iglesias podrán fundar y dirigir
establecimientos destinados a la enseñanza de sus respectivas doctrinas y a la
formación de sus miembros.» En virtud del artículo V, todas las instituciones y
fideicomisos de beneficencia particular dirigidas o administradas por
instituciones o personas jurídicas religiosas rendirían inventario y cuentas
anualmente al Ministerio de la Gobernación. El Gobierno tomará medidas para
adaptarlas a las nuevas necesidades sociales, respetando en lo posible la
voluntad de los fundadores.
En virtud del artículo VI, las órdenes y congregaciones
admitidas en España, conforme al artículo 26 de la Constitución no podrán
ejercer actividad política de ninguna clase, bajo pena de clausura o disolución
de la sociedad religiosa; quedan sometidas a la legislación común; no pueden
poseer, ni por sí ni por persona interpuesta, más bienes que los que previa
justificación se destinaran a su vivienda o al cumplimiento de sus fines
privativos; no podrían ejercer comercio, industria ni explotación agrícola, por
sí, ni por persona interpuesta; ni dedicarse al ejercicio de la enseñanza. Con
anterioridad a la admisión de una persona como novicio o profeso de una orden o
congregación, se debía hacer constar la cuantía y naturaleza de los bienes que
aportara o cediese a la Administración. El Estado ampararía a todo miembro de
una orden o congregación que quisiera retirarse de ella, no obstante voto o
promesa en contrario. La orden o congregación se obligaba a restituirle cuanto
aportó o cedió a la misma.
Se concedía a las órdenes y congregaciones el plazo de un
año para la cesación en toda actividad comercial y agrícola y en el ejercicio
de la enseñanza.
* * *
En lo internacional, la política de la República se
circunscribía a simpatizar con Francia e Inglaterra y a hacerse visible en la
Sociedad de Naciones de Ginebra. En este particular, los ministros de Estado,
Lerroux primero y Zulueta después, significaron poco. El timón de la
representación española estaba en manos de Salvador de Madariaga, autorizado y
exclusivo portavoz del Gobierno de Madrid y poseedor de la clave para descifrar
un lenguaje que los ministros no entenderían. Madariaga estudió de joven en el
Instituto Chaptal, en la Escuela Politécnica y en la de Minas, de París, en la
que obtuvo el título de ingeniero. Se trasladó más tarde a Londres, y aquí
trabajó como redactor en algunos periódicos, distinguiéndose por su fidelidad
en interpretar las consignas y en seguir las trayectorias trazadas por el
Foreing Office. Un periódico de París definió de este modo al escritor y
diplomático: «En la adolescencia fue la quinta esencia de un francés, o sea de
un politécnico. Desde su madurez es el prototipo de un inglés puro.» Durante la
primera gran guerra dirigió la propaganda aliada en España. Contrajo matrimonio
con una inglesa. Fue elegido (1928), por deseo de Alfonso XIII, para desempeñar
la cátedra de Estudios Españoles de la Universidad de Oxford, que llevaba el
título de «Cátedra del Rey Alfonso XIII». «Mi entrada en Ginebra como
funcionario de la Sociedad de Naciones —cuenta Madariaga — se debió a un
conjunto de amigos franceses e ingleses, a cuya cabeza estaba el delegado de
Inglaterra en el Consejo, H. A. L. Fisher.» El Ministerio de Estado español—era
en tiempo de la Monarquía — dio el placet, pero claramente se infiere la
subordinación de Madariaga a los protectores que le situaron en la Secretaría
General de la Sociedad de Naciones. Conocedor del ambiente, con muchas
relaciones, experiencia y tan buenos padrinos, Madariaga alcanzó predicamento y
notoriedad. Andaba por el areópago ginebrino como por su casa. Al advenimiento
de la República figuró en la promoción de intelectuales elevados a embajadores.
Se le designó para la embajada de Washington.
En La Coruña —donde nació Madariaga en 1886— se encontró, a
los tres meses de República, con que sus amigos organizaban un partido
autónomo: la O. R. G. A. (Organización Regional Gallega Autónoma) «No era ni
soy —refiere — autonomista muy convencido, pero pronto me di cuenta de que
tampoco lo eran los demás prohombres del partido, ni su jefe, don Santiago
Casares Quiroga. Me presenté candidato por La Coruña y salí elegido diputado de
las Constituyentes.» Apenas llevaba unas semanas de embajador en Washington
cuando fue llamado a Madrid para organizar la delegación que había de asistir a
la Asamblea de la Sociedad de Naciones. En el transcurso de la Asamblea estalló
el conflicto de Manchuria, «cuyo procedimiento, en Ginebra, me tocó iniciar, en
nombre del señor Lerroux, por ocupar entonces España la presidencia del Consejo
de la Sociedad de Naciones». El Gobierno de Madrid apreció que los servicios de
Madariaga eran más útiles en Ginebra que en Washington y decidió aproximarlo a
la capital suiza, para lo cual fue nombrado embajador en París (enero de 1932),
cargo que simultanearía con la delegación en la Sociedad de Naciones. Un mes
antes —cuenta Madariaga—, «hallándome en París con motivo de una reunión del
Consejo de la Sociedad de Naciones, me llamó Azaña al teléfono para ofrecerme
el ministerio de Hacienda. Me excusé, alegando mi incompetencia, cosa nunca
oída en política ni en España ni en ningún otro país». Madariaga dice que Azaña
bien pudo ofrecerle, en esa o en otra ocasión, el ministerio de Estado; pero no
lo hizo. Y apostilla: «Y no sé por qué.» Con respecto a los preparativos de la
delegación española en la Conferencia del Desarme (febrero de 1932), dice
también Madariaga: «El Gobierno de la República me dio carta blanca para
organizar la delegación y me confió el encargo de proponerle la política a
seguir». Aconsejó a Azaña que se nombrara jefe de la Delegación, y así lo hizo;
pero las complicaciones de la política interior le impidieron realizar su
propósito.
A la Conferencia del Desarme, celebrada en octubre de 1932,
asistió e1 ministro de Estado, Zulueta, que no despegó los labios en la
Asamblea, mientras Madariaga intervenía en todas las sesiones. Su labor no se
circunscribía a la tribuna sino que profundizaba mucho más, como puede
deducirse del siguiente relato hecho por Madariaga: «Durante un almuerzo en
Ginebra, le pregunté, a boca de jarro, a Eduardo Herriot, presidente del
Gobierno francés: «¿Cuándo viene usted a Madrid a condecorar al Presidente de la
República con la Gran Cruz de la Legión de Honor?» El presidente contestó:
«Cuando usted quiera.» Pocos días antes se le había otorgado a Alcalá Zamora la
mencionada condecoración. Madariaga explica las razones que impulsaron al
presidente del Gobierno francés a realizar su viaje a España con estas
palabras: «Le rondaban por entonces —a Herriot— los temores que en todo francés
consciente producían los preparativos gigantescos de Alemania y esperaba hallar
ayuda en España, cuya situación geográfica entre Francia y sus territorios
africanos eran de tanta importancia estratégica. Por mi parte, creía yo que
valía la pena de explorar las posibilidades de una alianza entre las dos
Repúblicas. Al fin y al cabo, España había firmado el pacto (Kellogg-Briand) y
estaba, por lo tanto, obligada a acudir en auxilio de Francia si Francia
viniese a ser atacada, según prescribía el artículo 16. Quizá fuera posible
reforzar y hacer más positivo este lazo teórico, en particular en cuanto al
permiso para el paso de tropas a través de nuestro territorio, tan ansiado por
Francia, y que hubiera podido ofrecérsele a cambio de una política
verdaderamente amistosa y generosa sobre Marruecos y Tánger, así como en alguna
otra cuestión, sin olvidar un empréstito a bajo precio para transformar los
ferrocarriles españoles a la vía europea. Tales eran los pensamientos que me
ocupaban la imaginación en aquellos tiempos. Pero era menester ir con pies de
plomo, pues la opinión española en estas materias era bastante espantadiza y
Azaña más espantadizo todavía. Apenas necesito advertir que no se mencionaron
estas ideas ni de cerca ni de lejos en las conversaciones que con el Gobierno
francés tuve antes del viaje y que tampoco las expuse en Madrid hasta ver el
primer efecto de la visita del presidente francés en Azaña. La única persona a
quien confié mis planes secretos fue al señor López Olivan. En cuanto a M.
Herriot, hice todo lo necesario para que no fuese a España con esperanzas de
resultados inmediatos».
Quedan expuestas las intenciones del promotor del viaje. La
noticia de la visita de Herriot a España levantó gran polvareda en Europa.
Inquietó especialmente a alemanes e italianos y puso en alarma a los ingleses.
A cuenta de los motivos reales de la visita especulaban los periódicos
europeos. Decían unos que se trataba de crear un ejército internacional al
servicio de la Sociedad de Naciones; aseguraban otros que se pretendía hacer a
España depositaría del armamento para aquel ejército internacional. No faltó
quien relacionó el viaje con un acuerdo hispanofrancés para afirmar la
seguridad de Francia en el Mediterráneo. Con la visita relacionaban algunos
unas maniobras militares en la cuenca del Pisuerga (días 5 al 10 de octubre),
en las que participaron 17.000 hombres, a cuyos ejercicios finales asistieron
Azaña y Alcalá Zamora; el concurso del dragado del puerto de Mahón, aprobado en
las Cortes (27 de octubre), para que su rada, «tan codiciada — afirmaba el
ministro de Obras Públicas — , no sea una rada encenagada, donde apenas pueden
entrar buques de calado ridículo». «He de advertir —avisaba Prieto— que este
proyecto de ley ni remotamente tiene relación con una próxima visita de
carácter internacional.»
Los periódicos afectos al Gobierno —y, en primer término El
Sol, considerado como portavoz de Azaña— se esforzaban por tranquilizar a
las gentes. «Es la visita de un amigo —escribía (13 de octubre) — que viene a
fortalecer los lazos de amistad con Francia.» «Es una visita de vecino a
vecino, de amigo a amigo —decía Le Petit Parisien (29 de octubre) —, y
por eso, más cordial.» Pero el escándalo, lejos de ceder, iba en aumento y ya
no era sólo una alianza lo que se iba a negociar, sino la «ocupación temporal por
Francia de las Baleares en caso de guerra de ésta con Alemania», según divulgó
una agencia de información. El ministro de Estado se creyó en el caso de
intervenir para poner las cosas en su punto: «Jamás —declaró aquél en las
Cortes (18 de octubre) — el Gobierno de la República llevará al pueblo español
por caminos oscuros. Ni directa ni indirectamente el Gobierno ha recibido la
más remota indicación de ningún Gobierno extranjero para concertar acuerdos
secretos.» Y algunos días después (25 de octubre), el ministro concretó así la
actitud de España en orden a la política internacional: «Nuestra posición en
Ginebra es muy clara: defendemos el cumplimiento estricto del Pacto de la
Sociedad de Naciones, que tiende a sustituir la barbarie de la guerra por los
nuevos principios del Derecho y de la Justicia. Esa política responde a los
principios que hemos introducido en nuestra Constitución, que merece figurar a
la cabeza de las Constituciones del siglo XX.»
Del lado francés se hicieron reiteradas promesas por el
propio Herriot y por la Prensa de París de que la visita constituía sólo un
acto de fraternidad democrática. El día 31 de octubre llegó a Irún el jefe del
Gobierno francés, Con su esposa y un cortejo de personajes oficiales y
periodistas. En Madrid tuvo un buen recibimiento. A poco de llegar, desde la
Embajada de Francia, donde se hospedaba, se trasladó a pie al Retiro. Al pasar
frente a la Puerta de Alcalá, en plena plaza de la Independencia, le enseñaron
al señor Herriot las huellas de los disparos hechos por los cañones franceses
cuando la guerra de invasión. El político francés comentó: «¡Cuan distinto el
ayer del hoy! Ahora todo es comprensión y fraternidad.» Los actos se
desarrollaron conforme al programa elaborado: visitas al Museo del Prado, a las
Cortes, al Ayuntamiento, paseo por las calles, imposición de la Gran Cruz de la
Legión de Honor a Alcalá Zamora, concesión, en correspondencia, de la insignia
de la Orden de la República, en su máximo grado, al huésped; visita, el primer
día, a El Escorial y Alcalá, y el segundo, a Aranjuez y Toledo, donde fue
agasajado en el cigarral del doctor Marañón. Al regreso, en la Presidencia del
Consejo, se firmaron tres convenios: uno, sobre trabajo y asistencia; otro,
sobre reciprocidad de socorros a los obreros parados, y un tercero, que se
refería a seguros sociales.
La prensa madrileña afecta al Gobierno, como corolario a
estos actos, insistía en que la visita era un gesto de la mejor amistad. De
creer a los informados, en las conversaciones celebradas con el ilustre huésped
sólo se trató de desarme y de paz. Herriot se esforzaba por dar a su visita un
aire turístico y despreocupado, de huésped que había llegado a pasar dos días
agradables con unos buenos amigos. «Francia —comentó Indalecio Prieto— dudó de
la vitalidad de la República española y de nuestra capacidad para gobernar.
Esas dudas han quedado disipadas.» Por su parte, el doctor Marañón dijo: «Los
monárquicos y fascistas hubiesen querido impedir el abrazo de las dos
Repúblicas; pero la maniobra ha sido desbaratada.» No hubo conversaciones
trascendentales y no se abordaron temas graves. «Francia, me dijo Herbette,
embajador de Francia —escribía Azaña — no desea nada contrario a los intereses
de España, sino un acuerdo en lo que nos sea común. A Zulueta le parece bien
esto si al propio tiempo se hiciera con Portugal. Pero nosotros no tenemos
armada ninguna frontera y la operación se reduciría a internar unas
guarniciones que no hay dónde acuartelarlas más al interior.»
Pese a todo lo dicho, la alarma y desconfianza despertadas
se exteriorizaron en unos pasquines, contra «Herriot-la guerra», y en la
Universidad Central hubo alborotos estudiantiles y huelga para protestar contra
el viaje. Ya estaba Herriot de regreso en su patria, y el ministro de Estado se
veía obligado a repetir, una vez más, que en la visita del jefe del Gobierno
francés no había habido nada secreto, ni siquiera reservado.
CAPÍTULO 25.LAS CORTES DISCUTEN Y APRUEBAN LOS PRESUPUESTOS DEL ESTADO
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