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CAPÍTULO 24.

DISCREPANCIAS SOCIALISTAS SOBRE LA PARTICIPACIÓN EN EL GOBIERNO

 

 

El convencimiento de que la República estaba arraigada para siempre en el seno del pueblo español había ganado a todos los republicanos. La facilidad con que fue aplastada la intentona militar y el alborozo de Cataluña, dispuesta, al parecer, una vez obtenido el Estatuto, a convivir cordialmente con España, invitaba a abrir el pecho a la esperanza. consolidado el régimen y alejados los peligros, se presentaba en toda su amplitud el problema de la administración política de la República.

Todavía sin extinguir los rescoldos de los actos de Barcelona, el jefe del Gobierno, atento a una invitación hecha por sus correligionarios de Santander, se apresuraba a comunicarles, desde el teatro Pereda (30 de septiembre) las excelencias de lo ocurrido en la ciudad condal, con estas palabras: «Traigo la impresión corroborada en las regiones más diversas de España de que el pueblo español está en pie y vibrando por la República; que España arde en entusiasmo por su régimen republicano; que, lejos de haberse apagado el fervor cívico que parecía declinar desde el 14 de abril hasta la fecha, es hoy mucho más ardiente, más violento, más decidido... Habiendo creído el pueblo español que su República ha estado a punto de perecer, se ha puesto en pie como un solo hombre y está dispuesto a perecer en la demanda antes que tolerar que nadie pueda poner sus manos sobre la República.»

No era, en opinión de Azaña, sólo pasión popular por el ideal republicano, sino también entusiasmo ante la obra realizada por la audacia, la valentía, la rigidez y la serenidad con que la República, su Gobierno y su Parlamento habían empezado a cumplir los compromisos contraídos con el pueblo. Por primera vez en España —aseguraba el orador— la opinión pública no se había sentido defraudada. «La República es el único instrumento de ascensión que España tiene reservado.» Y si esta esperanza se quebrara, «el pueblo español habría perdido para siempre todas sus probabilidades de regeneración y caería en la abyección más vil». De ahí —decía— la inmensa responsabilidad de los partidos políticos. No deberían defraudar las esperanzas populares y estaban en la obligación de comportarse con gran austeridad en sus costumbres, porque «el pueblo español perdona mucho más fácilmente a un asesino que a un cohechador; el pueblo español se conduele mucho más fácilmente de un criminal que vierta sangre que de un hombre que se aprovecha de su posición política para mejorar su condición social».

Todo esto era para advertir que en mucho tiempo no podría haber un Gobierno homogéneo o formado por republicanos, y, por lo tanto, se imponían los de estructura parecida al que presidía; es decir, de coalición con los socialistas, los cuales habían prestado con su presencia en el Gobierno «uno de los servicios más importantes al régimen». La coalición debía continuar. Sin embargo, Azaña proponía y recomendaba constituir dentro de las Cortes un instrumento de gobierno, una federación de grupos de izquierda republicana que estuviese presta a asumir el Gobierno «cuando el actual tenga que retirarse por haber cumplido su programa y su misión». Esa posibilidad no se veía próxima, a juzgar por el programa de trabajo que Azaña adjudicaba al Parlamento antes de su disolución: ley orgánica del Tribunal de Garantías Constitucionales; ley de Congregaciones religiosas, conforme a los principios insertos en la Constitución; aprobación del presupuesto; implantación del impuesto sobre la renta; organización sobre bases sólidas de la defensa nacional...

Azaña proyectaba ante sus correligionarios un programa de gobierno en el que no se adivinaba el fin. Cuando esta labor quedase cumplida, la Federación de partidos de izquierdas republicanas sería un organismo dispuesto a gobernar casi con carácter vitalicio. Azaña vivía su hora eufórica y de mayor esperanza y alejaba momentáneamente de su ánimo las depresiones y los escepticismos en él, no sólo frecuentes, sino también genuinos. Las palabras traslucían sus vehemencias y sus optimismos, y sus arranques de aquella hora, que le hacían olvidar muchas efemérides de su pasado: «Para mí, revolucionario y todo, yo no he renegado de una sola cosa noble de mi país, y todos los valores espirituales españoles que yo he aprendido a encontrar, a venerar y a amar están prendidos en mí como pueden estarlo en el más tradicionalista español... Sobre la roca viva española; sobre esos manantiales españoles, es donde nosotros tenemos que edificar y donde nosotros queremos beber, y el que no sepa edificar allí o no sepa gustar el sabor de las fuentes españolas, que se dedique a otra cosa, no a la política, porque de política no entiende nada.»

Prueba de la gran confianza de Azaña en la fortaleza del régimen era que se había atrevido a plantear una cuestión hasta entonces prohibitiva para los republicanos: el gobierno homogéneo, sin alianza ni auxilio de los socialistas. Y plantearla equivalía a reconocer la existencia de una mayoría de republicanos, premisa hasta entonces jamás admitida por él ni por los invitados a constituir la Federación parlamentaria de izquierdas. Martínez Barrio y Alba calificaron la idea de acertada. Prieto elogió los planes: la Federación de fuerzas izquierdistas —dijo— no debía ser únicamente parlamentaria, sino de los partidos políticos, cuya disgregación carecía de sentido; al frente de ese bloque de fuerzas debiera figurar Azaña, «gran revelación de la República y estadista moderno». Lerroux, que estaba en el secreto de que tal aglomeración se preparaba para dejarle en el ostracismo e impedir su ascenso al Poder, afirmó en Barcelona (4 de octubre) que él también se sentía convocado, «porque a su izquierda no había nadie». El partido radical-socialista, por declaración del ministro de Justicia en Talavera (10 de octubre), se sumaba a la iniciativa de la Federación, si bien recababa la vanguardia en radicalismo. El único que parecía discrepar era Casares Quiroga, como presidente del partido republicano gallego autónomo, por considerar la Federación innecesaria, pues de hecho existía en el Parlamento un bloque de diputados izquierdistas.

Persuadido de que se maquinaba la Federación para cerrarle el paso, Lerroux aprovechó la celebración de la Asamblea de su partido en Madrid (16 de octubre) para definirse una vez más y concretar los objetivos. Su lugarteniente Martínez Barrio defendió una ponencia en el siguiente sentido: «El Poder moderador, cumpliendo con fidelidad y lealtad los preceptos de la Constitución, no puede entregar el Poder más que a una conjunción de partidos que responda a un predicado común para la realización de un programa mínimo, desde el instante en que asuma la dirección del Poder hasta aquel en que, celebradas las elecciones, se haya acusado en las urnas electorales la voluntad del país.» Aprobó la Asamblea la ponencia; proclamó que el partido radical era «izquierda republicana, sin extremismos», y se esbozó un programa de gobierno que comprendía: auto­nomía municipal, medidas estatales contra el paro, política pedagógica, federación económica y aduanera con los estados europeos, compromiso de no usar leyes excepcionales, fomento de los Sindicatos y cooperativas, y otros puntos enunciados muy a la ligera.

Una vez más, Lerroux quiso dar a sus huestes seguridad de que estaba próximo el día en que gobernaría «con templanza», lo cual no significaría renuncia a ninguno de los postulados de su programa político, el mismo expuesto hacía veintisiete años, «cuando desplegamos una bandera con soluciones para todos los problemas», y al llegar la República «no tuvimos que rectificar nada». Por eso, lo que más le ofendía y apenaba verse clasificado como hombre de derecha «por quienes vimos hace años muy a nuestra derecha y hoy se sientan en curva parabólica más a la izquierda».

Los radicales-socialistas acordaron (25 de octubre) «reiterar el deseo de que persista la colaboración del partido socialista con las izquierdas republicanas y acentuar su solidaridad con los partidos republicanos de izquierda que constituyen el Gobierno actual».

Azaña, en un acto organizado por Acción Republicana de Valladolid (13 de noviembre), dijo que la Federación de izquierdas trataría de evitar que la duración de las Cortes estuviese ligada a la vida de un Gobierno. Quiso ser dicho acto un desagravio de Azaña a Castilla, reciente la concesión del Estatuto y las exaltaciones catalanistas del jefe del Gobierno durante su visita a Barcelona. Azaña se esmeró en recitar párrafos de alabanza para la grandeza histórica de Castilla, «tierra eterna, con su raza perdurable que clama por la resurrección de España, que no podrá hacerse sin los castellanos, porque entonces lo que resucitaría no sería nuestra España». «Yo soy castellano, pero soy español, o, si me lo permitís, no soy más que español, y vosotros estáis obligados a no ser más que españoles, y si no lo entendéis así, hacéis dimisión de vuestro papel en la península.»

Representantes de los partidos radical-socialista, Acción Republicana, Orga y Esquerra menudearon las entrevistas y su resultado fue el nombramiento de una ponencia para preparar una declaración política al país y el oportuno programa parlamentario. El 23 de diciembre se dio por constituida la Federación de Izquierda Republicana Parlamentaria (F. I. R. P. E.). Azaña, que en su íntimo no creía en la vitalidad de este organismo, fue el que le sacó de pila y, como presidente de la reunión celebrada en una sala del Congreso, el definidor y panegirista de la Federación, que nacía con la misión «el día para el que nosotros no hemos puesto fecha, en que sea necesario hacer en España una política exclusivamente republicana, en que nuestros compañeros los socialistas salgan del Gobierno». «Esta fuerza hemos de aplicarla para acentuar el sentido izquierdista de la revolución.» A continuación, los reunidos nombraron un Comité directivo de la Federación y eligieron presidente al diputado radical socialista Ángel Galarza Gago.

¿Qué pensaban los socialistas de su permanencia en el Gobierno como aliados de los republicanos? ¿Estaban o no dispuestos a prolongar la coalición? ¿Debían limitarse a compartir el Poder y a no ser nunca los gobernantes que desarrollasen en su integridad el programa marxista? A estas y otras preguntas iba a dar respuesta el XIII Congreso del partido socialista español, reunido el 6 de octubre en el teatro Metropolitano. Lo primordial fue enjuiciar la gestión de la Comisión ejecutiva del Comité nacional en el transcurso de los últimos años, con antigüedad que Julián Besteiro remontó hasta 1928; es decir, dos años antes de que cayese la Dictadura. Pronto se manifestaron las hondas divergencias latentes en el seno del partido. Se enzarzaron en encrespada polémica Besteiro y Largo Caballero. El primero recordaba su viejo criterio contrario a la participación de los socialistas en el Poder. Entendía Largo Caballero que cuando se intervenía en un movimiento revolucionario debía ser con todas sus consecuencias. Ésta fue la opinión predominante entre los confabulados socialistas en la conspiración de 1930. Desde entonces — según Besteiro— había quedado hipotecada la autonomía y la independencia del partido socialista. Por eso, al producirse los sucesos de Jaca y comprobar que las órdenes y consignas las daban elementos ajenos al partido, Besteiro dimitió la presidencia del Comité nacional. Y algo más. Su contradictor le acusó de haberse negado, pese a lo convenido, a dar las órdenes de huelga general para secundar a la sublevación militar. Rechazó Besteiro «la calumniosa especie» e insistió en que el partido, mal dirigido, se había desorbitado, dando un salto en las tinieblas. «En la última Cámara monárquica el partido socialista tenía un gran prestigio y contaba sólo con seis diputados. Después de siete años de Dictadura aparece el partido con tres ministros y 117 diputados. ¿No parece un salto demasiado grande? Pues un salto mortal en las tinieblas puede acabar con el que salta.» «Nunca participé en un Congreso socialista —decía De los Ríos— con tan amargo sabor de boca. La discusión planteada es motivada por resentimientos personales.» Los gerentes del marxismo no se entendían. Y, sin embargo, era necesario que se unieran, «porque dentro de poco — pronosticaba Prieto— es posible que tengamos que ser los árbitros de España».

El problema de la colaboración socialista quedaba en pie, y fue examinado en otra sesión (11 de octubre), previa la aprobación por 26.048 votos representados, contra 2.227, de una ponencia pidiendo la disolución de la Guardia Civil. Votó a favor incluso el propio Besteiro, como delegado de la Agrupación Socialista Madrileña, y para explicar su decisión, dijo: «La disolución ha sido y sigue siendo una aspiración tradicional del partido.» «Pedir en las presentes circunstancias —escribía Ahora — la disolución de la Guardia Civil es pura demagogia y revela en los socialistas la carencia de todo espíritu gubernamental.» El Congreso se pronunció también, por 121 votos contra 48, como contrario a la concesión de créditos para atenciones de carácter militar.

El dictamen de la ponencia era adverso a la continuación de los socialistas en el Gobierno. Prieto, con otros firmantes, presentó una enmienda en el sentido de que el Congreso declarase «concluida la colaboración tan pronto como las circunstancias lo permitieran sin daño para la consolidación y fortalecimiento de la República ni riesgo para la tendencia izquierdista señalada por el régimen en la ley fundamental del Estado y en aquellas otras de carácter complementario ya aprobadas». La Comisión ejecutiva del partido y el grupo parlamentario determinarían el momento para el cese de la colaboración. Prieto encarecía la conveniencia de continuar en el Poder; lo contrario demostraría una incapacidad política del socialismo y sería el suicidio del partido. Negaba el ministro que el colaboracionismo hubiese quebrantado el espíritu revolucionario del socialismo ni que éste hubiese sufrido merma. No coincidían con este modo de pensar algunos delegados, entre ellos Jiménez Asúa, para quien la colaboración «desvirtuaba al partido». «Los socialistas, con la colaboración, lo único que aprenden es a gobernar en burgués.» La polémica demostró que la coalición republicano-socialista se había debilitado. Prevaleció, al fin, la tesis colaboracionista por 23.718 votos contra 6.536. Y como rúbrica a esta votación, fue elegido presidente de la Comisión ejecutiva del partido socialista Francisco Largo Caballero, en contra de Besteiro, que encabezaba la otra candidatura.

Pocos días después (14 de octubre) abría sus sesiones el XVII Congreso de la Unión General de Trabajadores, bajo la presidencia de Manuel Cordero. Una larga sesión se consumió íntegra en discutir el proceder de la Comisión ejecutiva de la U. G. T. en el movimiento revolucionario de octubre de 1930, reproduciéndose todos los argumentos ya expuestos en el Congreso del partido socialista, si bien la ausencia de Largo Caballero debilitó mucho la enemiga contra Besteiro. Por gran mayoría de votos, 422 contra 44, los delegados aprobaron la gestión de la Ejecutiva. El predicamento de Besteiro en la U. G. T. era notorio. La ponencia correspondiente a Ejército dictaminó que no se podía suprimir el presupuesto de Guerra, y tocante a los armamentos, había que atenerse siempre a las realidades. Se trataba de dar a los acuerdos un tono moderado, en contraste con las resoluciones radicales del partido socialista. Esto no suponía traición al pacifismo de la U. G. T., que ratificaba una vez más su identificación con las Internacionales socialista y sindical. La elección de cargos para la Comisión ejecutiva ahondó las diferencias entre la U. G. T. y el partido socialista. El triunfo de Besteiro, por 291.601 votos, y de sus compañeros que actuaban en la misma línea política —Andrés Saborit para vicepresidente y Trifón Gómez como secretario adjunto—, equivalía a derrocar la hegemonía de Largo Caballero, no obstante la elección de éste para la Secretaría general de la U. G. T., a cuyo cargo renunció por carta tan pronto como supo lo ocurrido. «En cierto modo —decía—, el Congreso no aprueba mi gestión anterior, y me resultaría difícil colaborar dentro de una misma Ejecutiva con elementos de criterios tan dispares.» No le fue admitida la dimisión; pero Largo Caballero se negó a toda avenencia.

Las divergencias entre los dirigentes socialistas y entre el partido y la U. G. T. no eran por motivos doctrinales, ni por cuestión de principios, sino disputas por el mando y la influencia: riña de caciques por los cargos. No había moderados ni violentos; y a la hora de vaticinar sobre el futuro, coincidían en reclamar todo el Poder para el socialismo. «Lo marxista en España —escribía uno de los doctrinarios del partido — no es propugnar a tontas y a locas una dictadura socialista, para lo cual no reúne actualmente condiciones la nación, sino apoyar a la República y controlarla, con el fin de que la clase trabajadora funde fortalezas de la democracia proletaria... La actitud del socialismo español con respecto al régimen republicano es perfectamente marxista. De ahí que me haga mucha gracia escuchar de labios de mis compañeros ministros, diputados y miembros menos destacados del partido socialista, casi a diario, el tópico de nuestro sacrificio por la República. No hay tal sacrificio. Defendemos lo nuestro. Nada más que lo nuestro. Porque sin República no hay nación, ni socialismo, ni posibilidad de revolución socialista.»

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La Agrupación al Servicio de la República consideró llegado el momento de meditar sobre cuál debía ser su papel ante la realidad política. Optó por disolverse. En un escrito firmado por los promotores de la Agrupación: José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, se hacía pública la decisión, adoptada por el grupo parlamentario, reunido el 13 de octubre. Los iniciadores de la Agrupación se afirmaban su convencimiento de que «habiéndose logrado tiempo hace las finalidades que en llamamiento hecho en enero de 1931 anunciaba, era obligatorio dar por terminada la actuación conjunta». Todos estaban conformes en la disolución, «que dimanaba del acuerdo mismo que tuvo nuestro empeño, cumplido el cual, por fortuna, hace tiempo, no se advierte razón firme que recomiende la perduración de nuestra campaña». «La Agrupación — decían los autores del escrito— nació con dos propósitos exclusivos: combatir el régimen monárquico y procurar el advenimiento de la República en unas Cortes Constituyentes. La índole de ambos propósitos eliminaba todo intento de dar a la Agrupación el carácter estricto de partido.» Al terminar la discusión constitucional, Ortega y Gasset creyó llegada la hora de no mantener juntos a los que habían ido unidos para una tarea ya lograda; pero casi todos los demás diputados de la minoría parlamentaria opinaron que debía ésta proseguir su labor, teniendo en cuenta que se avecinaba tarea legislativa tan importante como el Estatuto catalán y la Reforma Agraria. «Una vez promulgadas estas dos grandes leyes, no parece que debe darse demora a la disolución de nuestra colectividad.» Entendían los firmantes «que la República estaba suficientemente consolidada para que deba comenzar en ella el enfronte de las opiniones», y los afiliados quedaban en libertad «para retirarse de la lucha política o para reagruparse bajo nuevas banderas y hacia nuevos horizontes». A este respecto no se decía nada del proyecto del gran partido nacional esbozado por Ortega y Gasset en su conferencia en el Cine de la Ópera: el silencio equivalía a dar por naufragada la iniciativa. En realidad, los fundadores de la Agrupación estaban apartados de toda vida política activa. Pérez de Ayala era embajador en Londres. Ortega y Gasset de tarde en tarde se asomaba a alguna tribuna o periódico, y no precisamente para decir su alborozo por el rumbo que llevaba el régimen. Únicamente el doctor Marañón mantenía intacta y encendida su ilusión republicana, en declaraciones o artículos. «¿Piensa usted seguir en la política activa?», le preguntó un periodista. El doctor contestó negativamente; pero manifestó que «sus simpatías estaban con Azaña y Acción Republicana».

Divulgada la disolución del grupo político, Ortega y Gasset, en una conferencia pronunciada en la Universidad de Granada, dijo a modo de introito: «Voy a expresaros mis preocupaciones más enérgicas en el mo­mento presente. Tras dos años de exorbitancia política, retorno plenamente a la conciencia intelectual... Me encuentro entre universitarios; es decir, a gusto, con la seguridad de poder hablar con concisión y con precisión y tal vez dejando ver las diferencias fundamentales entre éste y otros ambientes.» Soslayó el tema político. «Sin embargo —comunicaba el corresponsal de El Sol (9 de octubre) —, pudimos recoger una conversa­ción que ha sostenido en el salón rectoral. El señor Ortega y Gasset decía: «La República utiliza ideas viejas mandadas retirar en todas las naciones. Es lamentable que la República, que ha podido aprovechar el movimiento de su instauración maravillosa para realizar una gran obra nueva, haya utilizado tan sólo programas y postulados del siglo XIX, sin crear una ideología y una filosofía político-social nuevas.»

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Tan infructuoso como el esfuerzo de la Agrupación al Servicio de la República por formar el gran partido nacional, resultaba el de Miguel Maura y el de Ossorio y Gallardo por incorporar las derechas a la Re­pública, supuesto que a Acción Popular, siempre sospechosa, no se le daba el refrendo republicano. Insistía el jefe del partido conservador en llamar a los moderados, a fin de atraerlos a su lado. Repitió en Murcia (11 de octubre) sobre la necesidad de formar el gran partido de derechas, que un día sería llamado a gobernar. Y en Palencia (22 de octubre) invitó, sin rebozo, a los monárquicos a que se prestasen a servir con lealtad a la República «por el cauce del partido conservador». «Advierto —dijo— a todos los que actuaron en la Monarquía, que si hacen una previa declaración de colaborar con la República, yo les abriré los brazos.» Pero ni aun con ese premio aceptaban la invitación. El diario Ahora daba resonancia a tales apelaciones: «Con su actitud, las derechas —escribía— sólo han logrado hasta ahora acentuar el izquierdismo del régimen y justificar las medidas más extremas. Es urgente que se incorporen al régimen.» Ossorio y Gallardo, por su parte, añadía: «Mucho más padecieron los católicos franceses al implantarse la tercera República... Aquí nadie es perseguido por sus ideas católicas. El nuncio no se ha incomunicado con la República... Abramos alegremente las fuentes de la esperanza; fiemos en la fuerza de la realidad y procuremos la paz. Buen programa para los católicos sería ayudar lealmente, en bien de España, a esta República laica y derrochar las fuerzas en catolizar a la sociedad. Porque no es en la Gaceta, sino en las almas, donde importa que prenda el Evangelio».

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Acción Popular iba a poner de manifiesto en su primera Asamblea, convocada en Madrid el 22 de octubre, la importancia de su organización. El Debate, impulsor denodado de este partido, le prestaba su poderoso apoyo. El día anterior al de la asamblea decía de Acción Popular que en su corta vida «atraía sobre sí la atención política del país», y ante su «crecimiento desmesurado», entendía conveniente que debía centrar sus afanes «en una obra de consolidación programática y de táctica». Y, sobre todo, «debía determinar su posición política, pues los sucesos de agosto habían creado una situación equívoca y era necesario afrontarla». Definía el diario a Acción Popular como la organización de aquellas gentes «que, dejando a un lado la cuestión de forma de gobierno, se agrupan y movilizan para la defensa dentro de cauces legales, del sentido cristiano de la vida en la familia, en el trabajo, en la propiedad, en las instituciones todas». Como premisas obligadas «que los afiliados no antepongan lo que les divide a aquello otro que les une: que no se sirvan, dentro ni fuera del partido, de medios ilegales o violentos en la defensa de sus postulados», pues «acaso no se halla tan lejano como algunos creyeren el día en que las derechas se vean llamadas a las tareas de Gobierno, si no precisamente desde el Consejo de ministros, sí en las corporaciones municipales y provinciales».

Más de 500 delegados, que representaban a 619.000 afiliados, asistieron a la asamblea, y 112 delegadas de las agrupaciones femeninas. Se constituyeron tres secciones: una, política, bajo la presidencia del catedrático de la Universidad de Santiago, Carlos Ruiz del Castillo; otra, de propaganda, presidida por José María Valiente, y una tercera, de organización, bajo la dirección de Luis Lucia y Lucia, jefe de la Derecha Regional valenciana. En las discusiones intervinieron significados monárquicos, como Sáinz Rodríguez, Tornos Laffite, Pabón, Fernández Ladreda y Martín Álvarez. La Asamblea acordó dirigir un saludo a don Antonio Goicoechea, que sufría cárcel en Gijón a consecuencia de proceso instruido por un juez de dicha ciudad por injurias al régimen vertidas en un mitin.

Como consecuencia de esta Asamblea nació la idea de constituir la Asociación Femenina y la Juventud de Acción Popular, ambas con autonomía.

Las enseñanzas de la Asamblea las dedujo el jefe del partido, Gil Robles, en el discurso pronunciado en la sesión de clausura (24 de octubre). «Acción Popular —dijo— ha reafirmado sus ideales: acatamiento al Poder constituido, pues la organización no es un escudo de la legalidad detrás de la cual pueden esbozarse actitudes violentas.» Lo único que puede con­tener el avance de la revolución «es un frente de derechas que afirme sus posiciones dentro de la legalidad: de no hacerlo así, la política española se desplazará cada día más hacia la izquierda.» Se declaraba partidario de una política obrerista y aseguraba que cuando las derechas llegasen al Poder «tendrían como misión en el orden social consolidar los avances sociales justos». «Es una vergüenza para nosotros —afirmó— que una gran parte de la legislación social actual, exigida por principios de equidad, no la implantásemos nosotros antes que los enemigos nos la impusieran por la fuerza.»

La Asamblea le produjo a El Debate (día 25) «excelente impresión de robustez y fuerza, de unión íntima en los principios fundamentales, y si es cierto que entre los unidos hay algunas discrepancias accesorias, éstas precisamente contribuyen a un mayor afianzamiento de la unión». A la identificación de principios se unía la de procedimientos de lucha. «Se reafirma la norma de actuar dentro de la legalidad y al margen de toda violencia, claramente y sin equívocos.» Acción Popular y sus organizadores afines «son ya una fuerza electoral enorme, que habrá de crear una robusta minoría parlamentaria».

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Como el partido comunista español no prosperaba, Moscú creyó llegada la hora de imponer una rectificación de táctica y depurar a los dirigentes con arreglo a los métodos soviéticos. El partido estaba regido por un Secretariado compuesto por José Bullejos, figura principal; Manuel Adame, con el título de secretario agrario; Antonio Mitje, secretario sindical, y Casanellas, uno de los asesinos de don Eduardo Dato. Menos influyentes, pero con altos cargos en la organización, actuaban Etelvino Vega, Gabriel León Trilla, Manuel Hurtado, Manuel Roldan y José Díaz. Divididos en dos grupos, encabezado uno por Bullejos, con Adame y Vega, y el otro por Mitje con Hurtado, se disputaban la dirección del partido, o mejor la representación de Moscú en España. La oportunidad para dirimir el pleito ante la Komintern la proporcionó el XII pleno del Comité ejecutivo de la Internacional Comunista, celebrado en Moscú en agosto de 1932. Mitje y Hurtado se trasladaron a la capital rusa en calidad de delegados del comunismo español, y ante el Comité ejecutivo propusieron se examinaran los métodos «caciquiles y de grupo» que utilizaban sus rivales. La Internacional Comunista acordó separar de todos los cargos del partido a Bullejos, Adame y Vega y fijó la siguiente norma: «El partido comunista de España debe orientarse hacia la dictadura del proletariado y los campesinos bajo la forma de Soviets, creando puntos de apoyo de la organización del movimiento de las masas trabajadoras en forma de Comités de fábrica, de parados, de campesinos, de soldados, elegidos por la base, y terminar con el aislamiento sectario y las costumbres anarquistas de trabajo.»

Bullejos y sus otros compañeros trataron de reorganizar el partido fuera de la disciplina soviética; pero no obtuvieron éxito, y el Secretariado condenó «la actitud fraccional del grupo», haciéndole responsable, «a causa de su política sectaria, de la falta en España del verdadero partido bolchevique de masas».

El Comité ejecutivo reclamó la presencia en Moscú de los heréticos, Bullejos, Adame y Vega, y una vez en la capital, en unión de los delegados «de base», Manuel Mateo, Antonio Barbado y Vicente Olmos, elevados a la categoría de depositarios de la «verdad soviética», y con asistencia de delegados de los partidos comunistas de otros países, se planteó, bajo la presidencia de Manuilsky, supremo jefe de la Internacional Comunista, el caso de España. Manuilsky manifestó que el balance del comunismo español era desconsolador y lo resumió así: «Luchas económicas: no hemos participado. Movimiento agrario: se ha desarrollado fuera de nosotros. Consejos de los Soviets: no se han creado. Consejos de fábrica: sólo se han creado en Sevilla, pero sin generalizarse. Reorganización del partido: no se ha hecho. El obstáculo principal para la bolchevización del partido —decía Manuilsky— sois vosotros, los que representáis aún ese espíritu viejo. Teméis a las fuerzas nuevas. Habéis venido de la vieja anarquía a la revo­lución como un pequeño grupo, pero no veis que las masas obreras afluyen hacia vosotros.»

En consecuencia, el Comité ejecutivo de la Internacional Comunista hizo suya un acta de acusación del Buró político de Madrid contra Bullejos, Adame, Vega y Trilla, y se mostró conforme con la expulsión de los acusados de dicho Buró y del Comité central. En cuanto a su permanencia en el partido dependía «del abandono total e incondicional que hicieran de sus viejas posiciones antileninistas y de sus viejos métodos sectarios». Los expulsados quisieron regresar inmediatamente a España; pero la Komintern, temerosa de que fomentaran la disidencia, los retuvo en Rusia hasta enero de 1933, en que después de muchos ruegos y gestiones consiguieron regresar, con los gastos del viaje por su cuenta.

Inmediatamente, por mandato de la Internacional, el partido empren­dió una campaña pública de difamación contra los componentes del grupo disidente. A los militantes más calificados que se habían significado como amigos de aquéllos se les obligó a hacer pública retractación de sus errores por medio de «confesiones espontáneas». Uno de los arrepentidos, llamado Miguel Caballero, decía en su carta cosas peregrinas de este tenor: «Declaro que mi posición fue de hostilidad y resistencia a la Internacional; que sólo examinaba y exponía las cosas desde un punto de vista derrotista. Declaro que esa política es la responsable de que individuos como yo, francamente revolucionarios de base, nos hayamos creado una mentalidad de cacique arrivista contrarrevolucionario.» En reparación a sus errores, el autor de la carta se «ofrecía» a trabajar por la revolución en el único sitio donde esto es posible: en el seno del partido comunista y dentro de la línea política de la Internacional.

El diario comunista Mundo Obrero, suspendido por orden del Gobierno desde enero de 1932, reanudó su publicación en noviembre del mismo año. De su dirección se encargó Vicente Uribe, que sustituía a Bullejos. La Internacional Comunista ayudó al periódico con 80.000 pesetas, que sumadas a 50.000 más recaudadas en España se emplearon en adquirir una vieja rotativa desahuciada por El Socialista y algunos materiales de imprenta. De Moscú llegó un agente ruso para organizar la Liga Atea, cuyo trabajo se encomendó a José Lafuente y José Tebar. La Internacional abrió para esta propaganda una cuenta de 25.000 pesetas. Empezó la campaña con unos pasquines que representaban un convento en llamas y con la publicación de una revista mensual titulada Sin Dios.

«Con el propósito de obtener una influencia mayor en la región catalana, que desde la constitución del Bloque Obrero y Campesino estaba absolutamente desligada del comunismo oficial, la delegación de la Internacional planteó la necesidad de organizar en aquella región el partido en forma autónoma. El Buró político acordó la creación del Partit Comunista de Catalunya, con un representante en el Buró Nacional del partido. A su vez, éste tendría un representante en aquél. El naciente partido editaría un periódico titulado Catalunya Roja, escrito en catalán. Dirigía la nueva organización Ramón Casanellas».

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Reanudaron su labor las Cortes el 1.° de octubre, y en la sesión del día 4 se aprobó la ley de Incompatibilidades, en virtud de la cual se prohibía a los diputados el desempeño de cualquier otra función retribuida en la Administración del Estado. Los ministros y subsecretarios no podrían ejercer cargo con escalafones del Estado. Se prohibía asimismo al Presi­dente de la República y al ministro de Justicia el ejercicio de la profesión de abogados hasta dos años después de su cese. El número de diputados incursos en la ley ascendía a 219; 36 eran concejales y diputados provinciales; cuatro, embajadores; 15, directores generales; 69, catedráticos, y 29, con sinecuras en la región autónoma. La simultaneidad de cargos continuó y no se supo de nadie que renunciara a nada a tenor de lo prohibido por la mencionada ley.

Se aprobó (5 de octubre) el dictamen sobre el proyecto de ley con normas para la elección de presidente del Tribunal Supremo y luego se puso a discusión el relativo a cesación y sustitución de los concejales nombrados por el artículo 29 de la ley electoral en las elecciones de abril de 1931. Todavía sobrevivían algunos millares, pese a las purgas a que sometieron Maura y Casares Quiroga a los Ayuntamientos. Tras de muy prolija discusión, que consumió cuatro sesiones, Azaña arbitró (14 de octubre) una fórmula: los concejales serían sustituidos por Comisiones Gestoras, en las que estarían representados los obreros y las asociaciones patronales. Propuesta aprobada por 145 votos contra 29.

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En la sesión del 14 de octubre el ministro de Hacienda leyó a la Cámara el proyecto de ley creando el impuesto sobre la renta. Se recordaban en el preámbulo otros proyectos que no tuvieron efectividad y se reconocía la falta del correspondiente órgano administrativo para percibir la contribución que únicamente afectaba a las personas naturales. La novedad del proyecto era que la renta imponible se basaba en los signos externos, denunciadores del gasto del contribuyente. El capítulo I del título I (del sujeto, de la base y del tipo de gravamen) trataba de la obligación personal y real de contribuir. El capítulo II se refería a la determinación de la renta imponible y se concretaban los ingresos incluidos en el concepto de renta imponible y se señalaba la escala que regiría para la aplicación del impuesto. El enunciado del título II era el siguiente: «Del nacimiento de la obligación de contribuir, de la declaración y de la administración de la contribución general sobre la renta.» Se conceptuaban como signos externos de riqueza los siguientes: alquiler o valor en renta de la habitación y, en general, cualesquiera otros lugares de esparcimiento o recreo, exceptuados los locales destinados a industria, comercio o profesión; automóviles, coches, embarcaciones o caballerías de lujo; número de servidores, incluidos los instructores-maestros que habitasen con el contribuyente.

Toda persona comprendida en las obligaciones de la ley o, en su defecto, su representante legal o apoderado, vería obligada a presentar declaración firmada de todos los elementos constitutivos de la renta, según lo preceptuado. Se autorizaba a los contribuyentes para reclamar contra la cuota fijada por la Administración cuando aquélla no correspondiera exactamente a la base declarada. El título III especificaba las infracciones por defraudación de la contribución general sobre la renta y las penalidades con que serían sancionadas.

El ministro de Hacienda dio lectura en la misma sesión de los presu­puestos del Estado. Los gastos para el próximo ejercicio se cifraban en 4.711.169.395 pesetas, con un aumento de 170 millones sobre el año 1932. Se acrecentaba la dotación de los servicios en 309 millones, que se habían incluido en el presupuesto en vigor, para satisfacer obligaciones de organismos autónomos y con 10 millones obtenidos por disminución de los gastos de Marruecos. El presupuesto de Obras Públicas se aumentaba en unos 200 millones; el de Instrucción Pública, en 40 millones; el de Agricultura, en 50, anualidad fijada para la aplicación de la ley agraria; el de Guerra, en 22 millones, y el de Marina, en 18 millones, en su mayor parte para barcos de guerra. En el de Hacienda se incluía la anualidad acordada por las Cortes al Ayuntamiento de Madrid en concepto de subvención por capitalidad, que ascendía a ocho millones de pesetas.

El presupuesto se iniciaba con un déficit de 570 millones; déficit que ponía a los gobernantes en flagrante contradicción con las promesas hechas en sus propagandas. El ministro de Hacienda (18 de octubre), explicó que los presupuestos se habían planeado «en uno de los momentos de crisis económica más grave por los que ha atravesado el mundo». Explicación siempre a mano de los hacendistas. Con eso y la inevitable alusión a los gastos sin tasa de la Dictadura, salió del paso el ministro, en cuyo discurso se deslizaron algunas verdades sorprendentes: «Este año —dijo— la recaudación por impuestos ha sido superior a todas las registradas hasta ahora; de lo cual se deduce claramente que la economía española es una de las economías del mundo que están mejor.» A juicio de Carner, la implantación del impuesto sobre la renta «era la cosa más trascendental que había hecho la República, impuesto existente en todos los países civilizados y en apariencia tímido y aburguesado; pero hay que tener en cuenta las enormes dificultades que tiene su implantación, y de haber ido más lejos, hubiese fracasado.» El proyecto no tuvo contradictores en la Prensa y los economistas reconocían que el ministro al fijar las escalas de tributación había procedido con un prudente criterio.

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También el 14 de octubre el ministro de Justicia leía a las Cortes el proyecto de ley sobre Asociaciones y Congregaciones religiosas. El principio de separación de Iglesia y Estado —decía en el preámbulo—, elevado ya a postulado de política práctica y convertido en derecho vigente en la mayoría de los pueblos civilizados, se impone como el único régimen posible en una República democrática que ha proclamado en la ley fundamental los principios de libertad de conciencia y de cultos, el laicismo del Estado y la reivindicación de competencias y jurisdicciones entregadas antes a una legislación de tipo confesional.

Por el título I, el Estado garantiza libertad de conciencia y de cultos; declara no tener religión oficial y autoriza el ejercicio libre del culto dentro de los templos. El título II delimita los derechos y obligaciones jurídicas de las confesiones religiosas, reservándose el Estado el derecho de no reconocer en su función a los ministros, administradores y titulares de cargos y funciones eclesiásticas, que deberían ser españoles. Prohibía que tanto el Estado como las provincias o municipios favoreciesen o auxiliasen económicamente a las iglesias, asociaciones e instituciones religiosas.

El título III se refería al régimen de bienes de las confesiones religiosas. Se declaran como pertenecientes a la propiedad pública nacional los templos de toda clase y sus edificios anexos, los palacios episcopales y casas rectorales, con sus huertas, seminarios, monasterios y demás edificaciones destinadas al servicio del culto católico y de sus ministros. La misma condición tendrían los muebles, ornamentos, imágenes, cuadros, vasos, joyas, telas y demás objetos instalados en aquellos edificios y en los destinados al culto, que quedaban bajo la salvaguardia del Estado. A la Iglesia se la autoriza a emplearlos para el fin a que estuviesen adscritos. Mediante ley, el Estado podía disponer de aquellos bienes para otro fin que el señalado. La misma ley podría determinar en cada caso si procedía la sustitución de la cosa por otra equivalente o compensar de algún modo la utilización de aquélla.

Se declaran inalienables los bienes que constituyen el Tesoro artístico nacional, destinados o no al culto público. Los bienes que la Iglesia católica adquiera y los de las demás confesiones religiosas tendrán el carácter de propiedad privada. Se reconocía a la Iglesia, a sus instituciones y entidades, la facultad de adquirir y poseer bienes inmuebles de toda clase. En cuanto a los inmuebles y derechos reales sólo podían adquirirlos y conservarlos en la cuantía necesaria para el servicio religioso. Si hubiera exceso, serían enajenados, invirtiéndose su producto en títulos de la Deuda. De la misma manera deberían ser enajenados los bienes muebles que fueran origen de interés, renta o participación en beneficios. El Estado podía, mediante ley, limitar la adquisición de cualquier clase de bienes a las confesiones religiosas.

El título IV decía: «Las Iglesias podrán fundar y dirigir establecimientos destinados a la enseñanza de sus respectivas doctrinas y a la formación de sus miembros.» En virtud del artículo V, todas las instituciones y fideicomisos de beneficencia particular dirigidas o administradas por instituciones o personas jurídicas religiosas rendirían inventario y cuentas anualmente al Ministerio de la Gobernación. El Gobierno tomará medidas para adaptarlas a las nuevas necesidades sociales, respetando en lo posible la voluntad de los fundadores.

En virtud del artículo VI, las órdenes y congregaciones admitidas en España, conforme al artículo 26 de la Constitución no podrán ejercer actividad política de ninguna clase, bajo pena de clausura o disolución de la sociedad religiosa; quedan sometidas a la legislación común; no pueden poseer, ni por sí ni por persona interpuesta, más bienes que los que previa justificación se destinaran a su vivienda o al cumplimiento de sus fines privativos; no podrían ejercer comercio, industria ni explotación agrícola, por sí, ni por persona interpuesta; ni dedicarse al ejercicio de la enseñanza. Con anterioridad a la admisión de una persona como novicio o profeso de una orden o congregación, se debía hacer constar la cuantía y naturaleza de los bienes que aportara o cediese a la Administración. El Estado ampararía a todo miembro de una orden o congregación que quisiera retirarse de ella, no obstante voto o promesa en contrario. La orden o congregación se obligaba a restituirle cuanto aportó o cedió a la misma.

Se concedía a las órdenes y congregaciones el plazo de un año para la cesación en toda actividad comercial y agrícola y en el ejercicio de la enseñanza.

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En lo internacional, la política de la República se circunscribía a simpatizar con Francia e Inglaterra y a hacerse visible en la Sociedad de Naciones de Ginebra. En este particular, los ministros de Estado, Lerroux primero y Zulueta después, significaron poco. El timón de la representación española estaba en manos de Salvador de Madariaga, autorizado y exclusivo portavoz del Gobierno de Madrid y poseedor de la clave para descifrar un lenguaje que los ministros no entenderían. Madariaga estudió de joven en el Instituto Chaptal, en la Escuela Politécnica y en la de Minas, de París, en la que obtuvo el título de ingeniero. Se trasladó más tarde a Londres, y aquí trabajó como redactor en algunos periódicos, distinguiéndose por su fidelidad en interpretar las consignas y en seguir las trayectorias trazadas por el Foreing Office. Un periódico de París definió de este modo al escritor y diplomático: «En la adolescencia fue la quinta esencia de un francés, o sea de un politécnico. Desde su madurez es el prototipo de un inglés puro.» Durante la primera gran guerra dirigió la propaganda aliada en España. Contrajo matrimonio con una inglesa. Fue elegido (1928), por deseo de Alfonso XIII, para desempeñar la cátedra de Estudios Españoles de la Universidad de Oxford, que llevaba el título de «Cátedra del Rey Alfonso XIII». «Mi entrada en Ginebra como funcionario de la Sociedad de Naciones —cuenta Madariaga — se debió a un conjunto de amigos franceses e ingleses, a cuya cabeza estaba el delegado de Inglaterra en el Consejo, H. A. L. Fisher.» El Ministerio de Estado español—era en tiempo de la Monarquía — dio el placet, pero claramente se infiere la subordinación de Madariaga a los protectores que le situaron en la Secretaría General de la Sociedad de Naciones. Conocedor del ambiente, con muchas relaciones, experiencia y tan buenos padrinos, Madariaga alcanzó predicamento y notoriedad. Andaba por el areópago ginebrino como por su casa. Al advenimiento de la República figuró en la promoción de intelectuales elevados a embajadores. Se le designó para la embajada de Washington.

En La Coruña —donde nació Madariaga en 1886— se encontró, a los tres meses de República, con que sus amigos organizaban un partido autónomo: la O. R. G. A. (Organización Regional Gallega Autónoma) «No era ni soy —refiere — autonomista muy convencido, pero pronto me di cuenta de que tampoco lo eran los demás prohombres del partido, ni su jefe, don Santiago Casares Quiroga. Me presenté candidato por La Coruña y salí elegido diputado de las Constituyentes.» Apenas llevaba unas semanas de embajador en Washington cuando fue llamado a Madrid para organizar la delegación que había de asistir a la Asamblea de la Sociedad de Naciones. En el transcurso de la Asamblea estalló el conflicto de Manchuria, «cuyo procedimiento, en Ginebra, me tocó iniciar, en nombre del señor Lerroux, por ocupar entonces España la presidencia del Consejo de la Sociedad de Naciones». El Gobierno de Madrid apreció que los servicios de Madariaga eran más útiles en Ginebra que en Washington y decidió aproximarlo a la capital suiza, para lo cual fue nombrado embajador en París (enero de 1932), cargo que simultanearía con la dele­gación en la Sociedad de Naciones. Un mes antes —cuenta Madariaga—, «hallándome en París con motivo de una reunión del Consejo de la Sociedad de Naciones, me llamó Azaña al teléfono para ofrecerme el ministerio de Hacienda. Me excusé, alegando mi incompetencia, cosa nunca oída en política ni en España ni en ningún otro país». Madariaga dice que Azaña bien pudo ofrecerle, en esa o en otra ocasión, el ministerio de Estado; pero no lo hizo. Y apostilla: «Y no sé por qué.» Con respecto a los preparativos de la delegación española en la Conferencia del Desarme (febrero de 1932), dice también Madariaga: «El Gobierno de la República me dio carta blanca para organizar la delegación y me confió el encargo de proponerle la política a seguir». Aconsejó a Azaña que se nombrara jefe de la Delegación, y así lo hizo; pero las complicaciones de la política interior le impidieron realizar su propósito.

A la Conferencia del Desarme, celebrada en octubre de 1932, asistió e1 ministro de Estado, Zulueta, que no despegó los labios en la Asamblea, mientras Madariaga intervenía en todas las sesiones. Su labor no se circunscribía a la tribuna sino que profundizaba mucho más, como puede deducirse del siguiente relato hecho por Madariaga: «Durante un almuerzo en Ginebra, le pregunté, a boca de jarro, a Eduardo Herriot, presidente del Gobierno francés: «¿Cuándo viene usted a Madrid a condecorar al Presidente de la República con la Gran Cruz de la Legión de Honor?» El presidente contestó: «Cuando usted quiera.» Pocos días antes se le había otorgado a Alcalá Zamora la mencionada condecoración. Madariaga explica las razones que impulsaron al presidente del Gobierno francés a realizar su viaje a España con estas palabras: «Le rondaban por entonces —a Herriot— los temores que en todo francés consciente producían los preparativos gigantescos de Alemania y esperaba hallar ayuda en España, cuya situación geográfica entre Francia y sus territorios africanos eran de tanta importancia estratégica. Por mi parte, creía yo que valía la pena de explorar las posibilidades de una alianza entre las dos Repúblicas. Al fin y al cabo, España había firmado el pacto (Kellogg-Briand) y estaba, por lo tanto, obligada a acudir en auxilio de Francia si Francia viniese a ser atacada, según prescribía el artículo 16. Quizá fuera posible reforzar y hacer más positivo este lazo teórico, en particular en cuanto al permiso para el paso de tropas a través de nuestro territorio, tan ansiado por Francia, y que hubiera podido ofrecérsele a cambio de una política verdaderamente amistosa y generosa sobre Marruecos y Tánger, así como en alguna otra cuestión, sin olvidar un empréstito a bajo precio para transformar los ferrocarriles españoles a la vía europea. Tales eran los pensamientos que me ocupaban la imaginación en aquellos tiempos. Pero era menester ir con pies de plomo, pues la opinión española en estas materias era bastante espantadiza y Azaña más espantadizo todavía. Apenas necesito advertir que no se mencionaron estas ideas ni de cerca ni de lejos en las conversaciones que con el Gobierno francés tuve antes del viaje y que tampoco las expuse en Madrid hasta ver el primer efecto de la visita del presidente francés en Azaña. La única persona a quien confié mis planes secretos fue al señor López Olivan. En cuanto a M. Herriot, hice todo lo necesario para que no fuese a España con esperanzas de resultados inmediatos».

Quedan expuestas las intenciones del promotor del viaje. La noticia de la visita de Herriot a España levantó gran polvareda en Europa. Inquietó especialmente a alemanes e italianos y puso en alarma a los ingleses. A cuenta de los motivos reales de la visita especulaban los periódicos europeos. Decían unos que se trataba de crear un ejército internacional al servicio de la Sociedad de Naciones; aseguraban otros que se pretendía hacer a España depositaría del armamento para aquel ejército internacional. No faltó quien relacionó el viaje con un acuerdo hispanofrancés para afirmar la seguridad de Francia en el Mediterráneo. Con la visita relacionaban algunos unas maniobras militares en la cuenca del Pisuerga (días 5 al 10 de octubre), en las que participaron 17.000 hombres, a cuyos ejercicios finales asistieron Azaña y Alcalá Zamora; el concurso del dragado del puerto de Mahón, aprobado en las Cortes (27 de octubre), para que su rada, «tan codiciada — afirmaba el ministro de Obras Públicas — , no sea una rada encenagada, donde apenas pueden entrar buques de calado ridículo». «He de advertir —avisaba Prieto— que este proyecto de ley ni remotamente tiene relación con una próxima visita de carácter inter­nacional.»

Los periódicos afectos al Gobierno —y, en primer término El Sol, considerado como portavoz de Azaña— se esforzaban por tranquilizar a las gentes. «Es la visita de un amigo —escribía (13 de octubre) — que viene a fortalecer los lazos de amistad con Francia.» «Es una visita de vecino a vecino, de amigo a amigo —decía Le Petit Parisien (29 de octubre) —, y por eso, más cordial.» Pero el escándalo, lejos de ceder, iba en aumento y ya no era sólo una alianza lo que se iba a negociar, sino la «ocupación temporal por Francia de las Baleares en caso de guerra de ésta con Alemania», según divulgó una agencia de información. El ministro de Estado se creyó en el caso de intervenir para poner las cosas en su punto: «Jamás —declaró aquél en las Cortes (18 de octubre) — el Gobierno de la República llevará al pueblo español por caminos oscuros. Ni directa ni indirectamente el Gobierno ha recibido la más remota indicación de ningún Gobierno extranjero para concertar acuerdos secretos.» Y algunos días después (25 de octubre), el ministro concretó así la actitud de España en orden a la política internacional: «Nuestra posición en Ginebra es muy clara: defendemos el cumplimiento estricto del Pacto de la Sociedad de Naciones, que tiende a sustituir la barbarie de la guerra por los nuevos principios del Derecho y de la Justicia. Esa política responde a los principios que hemos introducido en nuestra Constitución, que merece figurar a la cabeza de las Constituciones del siglo XX.»

Del lado francés se hicieron reiteradas promesas por el propio Herriot y por la Prensa de París de que la visita constituía sólo un acto de fraternidad democrática. El día 31 de octubre llegó a Irún el jefe del Gobierno francés, Con su esposa y un cortejo de personajes oficiales y periodistas. En Madrid tuvo un buen recibimiento. A poco de llegar, desde la Embajada de Francia, donde se hospedaba, se trasladó a pie al Retiro. Al pasar frente a la Puerta de Alcalá, en plena plaza de la Independencia, le enseñaron al señor Herriot las huellas de los disparos hechos por los cañones franceses cuando la guerra de invasión. El político francés comentó: «¡Cuan distinto el ayer del hoy! Ahora todo es comprensión y fraternidad.» Los actos se desarrollaron conforme al programa elaborado: visitas al Museo del Prado, a las Cortes, al Ayuntamiento, paseo por las calles, imposición de la Gran Cruz de la Legión de Honor a Alcalá Zamora, concesión, en correspondencia, de la insignia de la Orden de la República, en su máximo grado, al huésped; visita, el primer día, a El Escorial y Alcalá, y el segundo, a Aranjuez y Toledo, donde fue agasajado en el cigarral del doctor Marañón. Al regreso, en la Presidencia del Consejo, se firmaron tres convenios: uno, sobre trabajo y asistencia; otro, sobre reciprocidad de socorros a los obreros parados, y un tercero, que se refería a seguros sociales.

La prensa madrileña afecta al Gobierno, como corolario a estos actos, insistía en que la visita era un gesto de la mejor amistad. De creer a los informados, en las conversaciones celebradas con el ilustre huésped sólo se trató de desarme y de paz. Herriot se esforzaba por dar a su visita un aire turístico y despreocupado, de huésped que había llegado a pasar dos días agradables con unos buenos amigos. «Francia —comentó Indalecio Prieto— dudó de la vitalidad de la República española y de nuestra capacidad para gobernar. Esas dudas han quedado disipadas.» Por su parte, el doctor Marañón dijo: «Los monárquicos y fascistas hubiesen querido impedir el abrazo de las dos Repúblicas; pero la maniobra ha sido desbaratada.» No hubo conversaciones trascendentales y no se abordaron temas graves. «Francia, me dijo Herbette, embajador de Francia —escribía Azaña — no desea nada contrario a los intereses de España, sino un acuerdo en lo que nos sea común. A Zulueta le parece bien esto si al propio tiempo se hiciera con Portugal. Pero nosotros no tenemos armada ninguna frontera y la operación se reduciría a internar unas guarniciones que no hay dónde acuartelarlas más al interior.»

Pese a todo lo dicho, la alarma y desconfianza despertadas se exteriorizaron en unos pasquines, contra «Herriot-la guerra», y en la Universidad Central hubo alborotos estudiantiles y huelga para protestar contra el viaje. Ya estaba Herriot de regreso en su patria, y el ministro de Estado se veía obligado a repetir, una vez más, que en la visita del jefe del Gobierno francés no había habido nada secreto, ni siquiera reservado.

 

 

CAPÍTULO 25.

LAS CORTES DISCUTEN Y APRUEBAN LOS PRESUPUESTOS DEL ESTADO